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Constancia no tenía más que una amiga y una confidenta, y esta era Andrea, que había sido su ama.

-¡Válgame, Dios, hija! -le decía ésta una mañana en que solas se hallaban en el cuarto de Constancia-: ¿es posible que des esta pesadumbre a tu madre, que desperdicies tan buena suerte como se te brinda, todo por haberte encariñado a tontas y a locas? Como que te parecía todo el monte orégano. Bien te lo avisé; pero los consejos son como los muertos: no se conoce lo que valen hasta que pasa su tiempo. Recuerda cuántas veces te dije: Ese muchacho, muy bueno será, no digo que no; pero con él no puedes pensar en casarte.

-¿Y quién piensa en casarse? -repuso ásperamente Constancia.

-¿Quién piensa en casarse? ¡Mire usted que cuajo! ¡Toma! Todas las mujeres que no tienen otro guiso, a menos que no se quieran meter monjas.

-Ahí es donde vas errada, ama; que las hay que no piensan ni en lo uno ni en lo otro.

-Pues entonces deja de querer a Bruno, que consentido estará en otra cosa.

-Como tal cosa me vuelvas a decir -exclamó Constancia-, te creo más enemiga mía que mi madre, mi tía y mi hermana.

-¡Jesús! ¡qué extremosa eres! -repuso Andrea-.¿No quieres que vea con dolor una cosa que no lleva camino, ni puede tener buen fin? Considera que te quedas sin la herencia de tu tía.

-¡Mire qué espantajo! ¡Valiente cosa me supone a mí mi tía ni su herencia! Herencia con condiciones, que se la guarde. ¿Para qué quiero yo ese dinero? ¿para dorar mi desgracia? No, ama, no; quiero ser feliz a mi gusto y sentir, y lo seré sin herencia, sin grandeza y sin títulos: goce de esas decantadas felicidades quien las aprecie y desee. Yo sólo una felicidad aprecio y deseo; y si llego a lograrla, aunque sea en mi vejez, daré por bien empleada mi juventud en esperarla. Así entiende, ama, para que no me exasperes más de lo que lo estoy, alistándote con las otras para atormentarme, que sólo a un hombre amaré en mi vida; que me arrancarán el corazón antes que lo olvide, y que no me casaré con otro, aunque de no hacerlo tuviese que pedir un pedazo de pan de puerta en puerta.

-La vida es larga, hija mía -suspiró Andrea.

-Eso mismo digo yo -repuso con vehemencia Constancia-; y no se casa una por un día ni dos, sino para morir con la cadena al cuello. Así, déjame en paz, y no te unas tú también a los demás para amargarme la vida.

Aquella misma mañana decía la Marquesa a su confidente don Silvestre.

-¡Jesús! hoy llega el Marqués, y yo no sé dónde dar de cabeza. ¡Mi hermana que está tan consentida en esta boda, y tan ajena de lo que pasa! ¡Qué niña! ¡Qué terca y qué sobre sí! Ya tiene tres pares de tacones. ¿Qué dirá el Marqués cuando se halle con ese erizo manzanero? Se volverá a Madrid muy ofendido, y con razón.

-Pero, señora -repuso pausadamente don Silvestre-, ¿por qué no previno usted este caso, escribiéndole con tiempo a su hermana?

-¿Prever? ¿Quién había de prever esto, a no ser profeta, o un anteojo de larga vista como es usted? Siempre gradué que la oposición de esa niña nacía de las rarezas y premiosidades de su genio díscolo: pero ¿había de caberme en la cabeza que sólo por ir contra mi voluntad y por ostentación de independencia rehusase una mujer de diez y nueve años a un hombre cumplido en todo, una posición brillante, despreciase una grandeza y la pingüe herencia de su tía?

-Marquesa, esto resulta de juzgar nosotros por nuestro sentir el sentir ajeno.

-Como que la sana razón no puede concebir los caprichos y dislates de la sinrazón.

-Es que la sana razón debe saber que no todos la tienen.

-Pero ¿no habría modo de forzar a esa terca alucinada a desistir de su manía y a ceder a la razón?

-Ninguno, Marquesa; y si lo hubiese, no aconsejaría yo adoptarlo.

-¿Y por qué?

-Porque la autoridad paterna tiene sus límites; porque tomaría usted sobre sí una inmensa responsabilidad.

-Palabrotas, palabrotas. Cuando pasa la edad de los caprichos, todas las felicidades se parecen, y tienen unas mismas condiciones y unos mismos cimientos.

-Si eso se comprendiese a los diez y ocho años, no habría juventud, Marquesa.

-A todo halla usted un apodo altisonante, don Silvestre: a las locuras, el de juventud; a las niñas, el de perlas. No parece sino que está usted siempre leyendo versos o novelas, usted que en su vida abre un libro, y hace usted muy bien, eso es otra cosa. Yo, que llamo al pan pan y al vino vino, le digo que a mí sola, y sólo a mí, suceden estas cosas; sólo yo tengo hijas por el estilo de las mías. ¿Qué haré? No me queda más que escribir a mi hermana y contarle lo que pasa, para que avise el medio de dar un corte a esto, y disponga lo que se ha de hacer.

-Suspéndalo usted por ahora, señora. ¿Quién sabe si el Marqués, puesto que es un hombre de tanto mérito, tendrá más influencia sobre Constancia que no la voluntad que manda y los consejos que apremian?

-Dice usted bien una vez en su vida, don Silvestre: es muy probable que sobre esa niña díscola y rebelde, pueda más un buen mozo que una buena madre. Le aseguro a usted que el día que se case esa perlita, le mando a decir a san Antonio una misa cantada, y siete rezadas a santa Rita.

A poco se presentó el Marqués, con el que estuvo el ama de la casa, tanto más agasajadora, cuanto que quedó prendada de él: cosa que sucedía generalmente a cuantas personas lo trataban, aun sin desearlo por yerno. Pero por más recados que durante la visita mandó la Marquesa a su hija Constancia, ya por Clemencia, ya por Andrea, ésta no permitió presentarse, excusándose con que tenía jaqueca.

Alegría trató de indemnizar al recomendado de su tía, explayando todas sus gracias, y mostrándose la más amable y festiva. Entretuvo e hizo reír a Valdemar con la pintura burlesca de la sociedad de Sevilla y de cuantas personas la componían. Entretanto Clemencia, silenciosamente sentada cerca de una ventana, continuaba haciendo su labor, que era un pañuelo de manos con guardilla primorosamente calada, para su tía.

Apenas paró en ella la atención el Marqués.

-¿Que te ha parecido el madrileñito? -le preguntó Alegría cuando se hubo éste despedido.

-Muy buen mozo -contestó Clemencia.

-Pues hija, a mí me choca -repuso Alegría desdeñosamente-: es tieso como un pitaco, tiene movimientos de minuet, es redicho, y no suelta la risa sino a duras penas. Lo que es la grandeza no le luce sino en los zapatos de charol, que son de extensas dimensiones, como diría el Heraldo para decir largos.

-¡Ay! -exclamó sorprendida Clemencia-: ¿tú reparas en los zapatos de los hombres?

-Por lo visto, reparas tú más en la cara, ya que has hallado al Marqués tan buen mozo -dijo con burla Alegría.

-¡Pues ya se ve! -contestó sencillamente Clemencia-; la cara es la que se mira.

-¡Vea usted la monjita, lo que le gusta mirar a la cara a los hombres! Pues, hija mía, en mi vida miro yo una cara que a mí no me haya mirado.

-Si yo hiciese otro tanto, pocas caras tendría que mirar -dijo la pobre niña.

-Así pondrías toda tu atención en la hermosa fisonomía de tu apasionado don Galo -repuso su prima-; pues ése te mira bastante, con lente y sin lente, alegre y melancólicamente, con ojos guiñados y con ojos abiertos, de soslayo y de frente, con disimulo y sin él.

-Es su manera; lo hace de puro obsequioso que es -contestó Clemencia- Lo mismo hace contigo.

-¿Conmigo? -dijo Alegría con aire despreciativo-; no, no: sabe ese correveydile, ese tertuliano general y ambulante, que están las uvas de esta parra verdes para sus dedos manchados de tinta de oficina.

-No sólo están verdes, sino agrias. ¡Pobre don Galo! -dijo Clemencia.

Antes de proseguir, es necesario dar a conocer al lector el nuevo personaje que se acaba de mencionar (si es que no lo conoce, pues todo el mundo conoce a don Galo), porque en lo sucesivo va a ocupar un lugar privilegiado en los cuadros que iremos bosquejando.

 

 
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de Fernán Caballero

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