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El puerto no estaba distante, y el extranjero recorrió las pocas millas de longitud de los muelles. Conocía muy bien el espectáculo que tenia ante su vista para detenerse a admirarlo. Lo había visto cuando viajaba como marinero, como pasajero de primera clase, como viajero de tercera y como modesto descargador del puerto. En este momento se puso a recorrerlo con el cigarro en la boca, a modo de paseante ocioso y con el aire de seguridad de un hombre que lleva alrededor del cuerpo un cinto con oro. Como conocía el punto en que amarran los barcos que vienen de Calcuta, se dirigió resueltamente hacia aquel lado y preguntó por uno de ellos. Le respondieron que no había llegado todavía y que nadie sabía, a qué hora se le esperaba. Cansado de aquellas investigaciones inútiles, se fue a comer a la posada, y estaba fumando el último cigarro para irse a dormir, cuando se presentaron delante de él dos hombres y le llamaron por su nombre. Hayle dio un salto y los acogió con una exclamación de bienvenida. -Creí que no vendríais -dijo estrechándoles la mano. -Ese cascarón de nuez no ha llegado al puerto hasta las nueve menos cuarto -dijo el más alto de los recién venidos. -¿Desde cuándo está usted aquí? -Desde esta tarde -dijo Hayle, que durante un rato no quiso interrogar a sus amigos. Los buenos jugadores no tienen nunca prisa por enseñar las cartas. -Supongo que este hotel no estará lleno dijo el hombre que antes había hablado. -¿Lleno? -respondió Hayle en tono de desprecio;- querrá usted decir lleno de chinches y de polillas. -Esa es, después de todo, la mejor compañía que podemos desear -dijo el primer interlocutor, -porque esos bichos no hablan ni miran por el ojo de la cerradura. Además, cuando nos fastidian, podemos aplastarlos. Vamos a preguntar al posadero si puede darnos habitaciones. No tenemos hambre, porque hemos comido a bordo. |
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Consiga Un caso extraño de Guy Boothby en esta página. |
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