En efecto, Manuel debió de haber recibido un desengaño en su curiosidad, porque se fue a su taberna murmurando entre dientes:
-¡Maldito inglés!
El aludido se sentó en una especie de cama de campaña que había en un rincón y sacó una carta del bolsillo interior del chaleco.
Después leyó en alta voz : «En la posada de las Delicias, el 15 de marzo, sin falta.» Volvió a doblar cuidadosamente la
carta y la puso en seguridad en el mismo sitio de que la había
sacado.
-Este es el hotel -dijo- y hoy estamos a
15 de marzo: ¿por qué no los he encontrado? Ordinariamente son más exactos... ¿Me habrán jugado alguna mala partida?... ¡Ay de ellos, entonces! Yo les haré saber que Gedeón Hayle sabe siempre vengarse.
Entonces atravesó por su mente una idea.
Y después de asegurarse de que ni por la ventana ni por el agujero de la cerradura se podía, ver lo que pasaba en el cuarto, empezó a desnudarse.
Alrededor de la cintura y sobre la misma piel llevaba uno de esos cinturones de cuero de que se sirven los caminantes para guardar el dinero.
Se quitó el cinturón,
volvió a sentarse en la cama y derramó en la colcha el contenido de los bolsillos, que consistía en tres napoleones, quince libras inglesas, cuatro medios soberanos y dieciocho monedas de un franco. Del bolsillo del pantalón sacó cuatro piastras mejicanas y un poco de moneda menuda con los cuños de todas las naciones y que representaba una suma poco importante.
-¡Poco es! -murmuró
después de haber contado su dinero, -pero debe bastar para lo que vamos a hacer. ¿Por qué escuché a la francesita de a bordo?... -No hubiera, jugado a las cartas y ahora estaría dos veces más rico.
Metió de nuevo las monedas en su escondite, se volvió a poner el cinturón al talle, abrió la maleta y sacó un traje para cambiarse el que llevaba puesto, cuya americana estaba colgada en el picaporte de la puerta.