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Enseguida, encendió un cigarro de Java, se tendió en la cama y se puso a reflexionar. El aspecto de nuestro hombre predisponía, muy poco en su favor. Las facciones acentuadas de su fisonomía indicaban un hombre dispuesto a dejarse imponer por los demás poco y a abandonar fácilmente un proyecto, una vez formado. El contorno de su boca era firme, la barbilla cuadrada, los ojos obscuros y un poco hundidos. Llevaba un espeso bigote negro de puntas retorcidas, y algunas canas surcaban su abundante cabellera del mismo color que el bigote. Tenía, seis pies y una pulgada de estatura, pero su extremada delgadez le hacía parecer más alto. Sus pies y sus manos, aunque de pequeñas dimensiones, no excluían la idea de la fuerza, sino todo lo contrario. Se veía en él desde luego a un hombre con el que no convenía luchar. Por desgracia, toda, su persona acusaba claramente al aventurero. Era evidente que aquel hombre pertenecía a esa clase de individuos que no pierden jamás la ocasión de aprovecharse de sus ventajas, lo mismo para robar que para jugar cualquier mala pasada. Algunos pretendían que el tal tenía, en Hong Kong muy buenas relaciones y que, si hubiera seguido frecuentándolas, su posición hubiera sido muy diferente. ¿Qué crédito habría que dar a estas habladurías? No lo sé. Pero los que así hablaban no debían de equivocarse, pues aquel hombre se había precipitado de caída en caída hasta los últimos escalones de la sociedad. El viajero permaneció durante unos veinte minutos absorto en sus meditaciones. Después se levantó, arrojó hacia el techo una, gran bocanada de humo; se desperezó; cerró la maleta y se tocó bien por todas partes, para asegurarse de que el cinturón estaba bien oculto y sujeto. Entonces abrió la puerta, salió, echó la llave por afuera, se la metió en el bolsillo y se dirigió a la taberna.
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