Según la descripción que acabo de hacer, el lector habrá seguramente comprendido que el hotel de las Delicias no pertenecía a la clase de los hoteles lujosos.
Aquel extranjero, poco delicado en sus
gustos, ó, lo que es más probable, acostumbrado a esas viviendas poco cómodas, no se fijó gran cosa en el olor de la taberna, ni en la suciedad del suelo, ni siquiera en la de las manos del patrón. Después de haber comprometido una habitación, el viajero manifestó el deseo de tomar posesión de ella inmediatamente.
Manuel le hizo atravesar la casa y lo condujo a un corral en cuyo alrededor se veían unas especies de camarotes adornados con el pomposo nombre de departamentos.
-¡Es hermoso! ¿eh? -dijo con afectado entusiasmo Manuel abriendo la puerta de una de aquellas gazaperas. -Nunca habría, usted visto nada parecido.
El extranjero lanzó una
exclamación gutural que lo mismo podía ser una carcajada que otra cosa; penetró en la pieza y cerró vivamente la puerta.
Enseguida echó la llave, se quitó la americana y la colgó en el picaporte, a fin de substraerse al espionaje del posadero, si se le ocurría la idea de aplicar el ojo al agujero de la cerradura.