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Mañana, tarde y noche, se respiraba en la posada de las Delicias el tufo de la cocina y del tabaco chino, olores que no es posible olvidar una vez que se han respirado.

Todos los objetos estaban cubiertos de una capa de vapor grasiento, hasta las botellas puestas en hilera en los vasares de la taberna.

Las botas de los huéspedes, colocadas en las, puertas, eran todas un colmo de suciedad.

La estancia en Singapore durante esos meses, es tan perjudicial a los hombres como a los animales, aunque debe exceptuarse a los chinos que no parecen sufrir absolutamente nada en aquel clima mortífero.

Cosa extraña; aquella tarde la posada de las Delicias estaba ocupada por muy pocos viajeros, lo que era extraordinario, pues los que la eligen, como escala en sus travesías por el mundo, no tienen mucho en cuenta las estaciones. Para ellos el invierno no se diferencia del verano, con tal de que puedan realizar sus negocios o recibir sus salarios, duramente ganados y que pasan ordinariamente al bolsillo del portugués, dueño de las Delicias. Y como la mayor parte de esa clientela se compone de marineros, todos vuelven a bordo sin tener con qué comprar el tabaco de una pipa, lo que no les impide volver a la misma posada siempre que se les presenta la ocasión.

A falta de otras cualidades, Manuel poseía la de convencer a sus parroquianos de que estaban en la posada como en su propia casa, ideal a que aspira todo el mundo, incluso los marineros del Extremo Oriente.

Acababa de cerrar la noche, después de uno de los días más cálidos del año, cuando un hombre de alta estatura, mirada penetrante y nariz aguileña como un pico de ave de presa, entró en la posada y preguntó por el dueño.

Manuel, encantado al ver que sus negocios del día tomaban mejor sesgo, se presentó en seguida, a saber qué quería el extranjero.

-Quisiera alojarme en esta casa -respondió el recién llegado. -¿Tiene, usted lleno el hotel?

Manuel se frotó las grasientas manos y respondió que, justamente, acababan de marcharse unos huéspedes y habían dejado sus habitaciones desocupadas.

-Entonces me quedo -dijo el extranjero, poniendo en el suelo una maleta que tenía, en la mano.

 
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de Guy Boothby

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