Los mismos europeos que están establecidos en Singapore ignoran la existencia de una especie de pequeña posada, propiedad de un portugués de aspecto miserable y astuto.
El dueño de esa posada ha bautizado su establecimiento con el pomposo nombre de Hotel de las Delicias, y el desgraciado que se aventura en él, sea guiado por esa mala suerte, sea de un modo intencionado, ve enseguida el evidente sarcasmo de aquel título.
Los clientes del hotel pertenecen casi todos a cierta clase, o mejor dicho, a una clase incierta, que va o viene de la China.
Y las malas lenguas afirman que el
portugués, deseoso de volver a Lisboa, antes que uno de sus honrados parroquianos le haya plantado un puñal en la espalda, se apresura a absorber los dólares de sus huéspedes a cambio de los licores más malos que puede procurarse. Hubo una época de la que puedo hablar por experiencia propia, en que esa eventualidad se presentaba con frecuencia.
En todo caso, el Hotel de las Delicias es un buen escondite para los que quieren que no se les vea en la ciudad.
Y aquellos parroquianos tienen, sin duda, razones individuales para no dejarse ver mucho en público antes de cerrar la noche.
Son también, generalmente, gente discreta y avara de palabras y muy poco dispuesta a entablar nuevas amistades. Pero, una vez puestos en mutuas relaciones, se convierten en amabilísimos los unos con los otros.
Una de sus principales particularidades consiste en no llamar jamás por sus nombres a los amigos ausentes. M ... preguntará siempre, a P... lo que ha sido de R ... y D... hará saber a L... que el Viejo está preparando un buen golpe y que será muy mala señal si no vuelve de Calcuta antes de una semana.
Manuel, el dueño de la posada, pasa su tiempo mezclando extraños brebajes, con sus manos siempre sucias, o en murmurar crueles reflexiones -sobre la bribonada de un marinero yankee, que, después de haberle pedido prestados cinco dólares, incurrió en la falta de honradez de atrapar la fiebre tifoidea y morirse sin pagárselos.
El portugués había sufrido
dos o tres contrariedades de esa naturaleza, no más, pues era prudente, y la práctica le había enseñado a conocer las costumbres y el modo de ser íntimo de sus parroquianos, por lo cual se arreglaba de modo de que todas las transacciones le fuesen provechosas y de que el balance de su libro mayor se saldase siempre con algún considerable beneficio.
Al comenzar esta historia, corría
el mes de marzo, la época más calurosa y más desagradable de Singapore. Un calor sofocante envuelve noche y día la población, y desarrolla en ella la temperatura asfixiante de una estufa o la que alcanza el termómetro en las cámaras de calefacción durante la travesía del Mar Rojo.