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Ese mes de julio, al llegar a casa de sus padres en Helvoirt, para pasar las vacaciones de verano, se sentía abatido y deprimido, a pesar de lo mucho que había extrañado a Holanda estando en Inglaterra. Sus fantasías de un futuro dichoso se habían escurrido como arena entre las manos. El reverendo Theodorus, incapaz de entender el sufrimiento de su hijo, solo podía notar que la vida con los Loyer le había hecho muy mal a Vincent. Es difícil saber a qué secretos podía haber estado refiriéndose. Tal vez aludía al afecto de Vincent por Madame Loyer y por su hija, que el honrado pastor debía de considerar una intimidad indecorosa.
Profundamente dolido, Vincent no encontraba paz; justificaba en cierta medida la actitud de Úrsula y asumía toda la culpa. Incluso suponía que el rechazo de la muchacha se debía exclusivamente a su timidez, su torpeza e ignorancia en materia de mujeres, y que el rechazo debía ser aceptado como consecuencia inevitable de su atrevimiento. Sentía la necesidad de encontrar una forma de arrepentirse de su inmodestia. Vincent estaba sumergido en profundas cavilaciones en torno a sus circunstancias: la culpa hizo que volviera a experimentar una necesidad de espiritualidad que brindara testimonio de su sufrimiento y de sus pasiones. De esta manera, quizás podría recuperar su autoestima y convertirse en el héroe de otro tipo de historia de amor, sobrenatural y mística.
Al volver a Londres en diciembre de ese año, Vincent se encontró con Úrsula por última vez. Tras padecer su rechazo definitivo, la única opción que parecía quedarle a Vincent era abrazar la religión, renunciar a los placeres mundanos y los pensamientos corruptos, contaminados. Había llegado a un punto límite, y pronto su tensión emocional escalaría hasta llegar a una ansiedad y una desesperación dolorosas. Veía cómo sus fantasías volvían a concentrarse en la figura de su padre pastor, que, durante los años que Vincent pasó en Zundert, había sido un bastión resoluto de salvación que representaba el camino de la observancia bíblica, el compromiso desinteresado y la severidad evangélica.
Úrsula había quedado atrás -su caprichoso enamoramiento ahora le parecía un incidente execrable que lo había arrastrado hacia el camino de la perdición. Su renuncia al deseo por una mujer tan licenciosa y descarada asumía el valor de un acto de amor sublime, infinitamente espiritual, porque ahora, en el fondo de su ser, experimentaba un nuevo deseo: la determinación de convertirse en miembro de la hermandad teológica.
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