Para Vincent, los indigentes se erigían como un símbolo. La tierra, con sus campos, fábricas y minas, se convirtieron en una madre fértil, generosa, en cuyo regazo se sentía un hijo privilegiado entre niños abandonados. Y la redención de los oprimidos era la historia entre todas las historias, una obligación ancestral absoluta. En los barrios bajos del East End, Vincent buscaba una ética compuesta de hombres y sucesos que pudiera hacer propia, una historia de carne y sangre y sufrimiento de la que pudiera ser oficiante, el nuevo evangelista, el sacerdote. Vincent regresó a las proposiciones teológicas de sus ancestros, al testimonio divino del imperativo central puritano.
Al principio estaba confundido por esa nostalgia perturbadora, pero luego se dejó llevar hacia una existencia espiritual en la que una felicidad agónica marcaba el camino de una vida entregada a la humildad y la caridad, en la que era posible redescubrir a la especie humana, celebrar sus valores más genuinos y extraer consuelo de la virtud.
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Fue durante este estado de éxtasis que Vincent descubrió también el amor terrenal, cuyas realidades hasta entonces solo había imaginado. Era un joven sensible, apasionado, lleno de anhelos, y era natural que él estuviera dominado por sentimientos y que deseara el afecto de una mujer. Vincent nunca había tenido mucha relación con el sexo opuesto, más allá del mujerío de su círculo familiar. Las mujeres, por lo general, lo asustaban y lo hacían sentir tímido a tal punto que, el 31 de julio de 1874, le escribió a Theo que …una mujer es un ser muy distinto al hombre, y un ser que todavía no conocemos -al menos, solo muy superficialmente, como dices- sí, estoy seguro de eso.