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Mi mansedumbre nativa fue motivo de graves accidentes. Como
donde me dejaban, allí me estaba una vez me mordió un perro;
prendiéronme fuego a la cuna donde me achicharrara, sino me sacan, que yo
por mí mismo no saliera y pasáronme lances semejantes innumerables
por la falta de listeza y Picardía. ya emancipado del ama, mis hermanas
abusaban de mi paciencia, se burlaban de mi candor y aprovechaban e de mí
para sus menesteres, intrigas y trapisondas. Ambas eran mayores que yo de diez
años a doce, y sabían muy bien ser déspotas que yo
sólo toleraba. Traíanme como zarandillo, yo las servía, las
enhebraba la aguja, las sostenía la madeja para que ellas devanaran el
estambre y eran mis espaldas el escudo de sus travesuras. Además, de mis
juguetes y mis dulces cogían la mejor parte. Mis padres se ocupaban tan
poco de mí, como si no existiera aquel paliducho infante que era como
niño mecánico o muñeco articulado, que no llora, ni
molesta, y en un rincón se deja o sobre un mueble, con la seguridad de
que allí ha de encontrársele luego, tan sensible, sin embargo, por
dentro, y de nerviecillos tan vibrantes, que el simple contacto producía
el placer o el dolor intensamente: una palabra áspera un gesto brusco,
una sonrisa una caricia, la fuga, del canario, la muerte del gato y demás
motivos para otros insignificantes.
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Don Perfecto
de Carlos María Ocantos
ediciones elaleph.com
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