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Mi padre era médico. Fue compañero del célebre doctor Brown. Hacía sus visitas montado en un caballito picazo, al que no había manera de limpiarle bien las corvas por causa de aquellos barrizales en que andaba metido de la mañana a la noche. Tenía mi padre carácter muy manso y era tal cual lo presenta, la miniatura. que está en mi alcoba. Sabía mucho, más por lo que le había enseñado, la práctica que por lo que le enseñaron los libros. Lo que puedo asegurar es que Brown lo consultaba y otros también, y que en el despachito junto al zaguán tenían. sus conferencias, muy largas, en que chupaban sendos mates de leche con canela.

Mi madre era hermosa y hasta la tachaban de presumida. A ninguno de nosotros nos crió ella. Verdad es que parecía delicada y por indolencia o fatiga real, echada en el sofá se pasaba la horas. A pesar de que el retrato suyo que conservo es bueno y me la representa, en actitud señoril, ataviada con joyas y flores y sonriendo a la rosa que sostiene en la mano, a mí se me aparece siempre echada en aquel sofá de crin negra y tallada caoba, quejándose de la cabeza de los nervios o del tiempo y despidiéndome cada vez que intentaba acercarme para besarla.

De mis hermanas no tengo retratos. Uno que guardaba de Clara, malísimo daguerrotipo, se traspapeló en la mudanza -última, de la calle de Maipú. Pero no necesito de ellos para recordarlas: a Clara bonita y esbelta, coquetuela irascible y pendenciera y a Laurentina, más bonita que Clara, con aquella verruga en el párpado que constituyó su eterna preocupación, amargó su vida y aceleró su muerte.

 
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