Si hubiera yo vivido en un ambiente místico, seguramente
habría salido cura. Pero mi padre era un descreído, mí
madre una indiferente y las prácticas religiosas de mis hermanas se
reducían -a la misa de una en Santo Domingo, cargadas de perifollos y de
polvos de arroz. A mí no me llevaban, porque no las descubriera sus
gatuperios amorosos. Las veces que yo entraba en la iglesia era por curiosidad,
distracción, aflicción o pena muy honda,; nunca porque lo creyera
deber que ni en mi casa ni en la escuela me impusieran. Es cierto que en alguna
ocasión, aspirando yo, vagamente a la paz y al retiro, me parecía
que en ninguna parte como en la iglesia, estaría yo mejor, revestido con
mi casulla dorada y repartiendo bendiciones entre nubes de incienso. Pero o, no
me tiraba en realidad la vocación, o no estaba de Dios.
Mi padre quería hacer de mí un medicazo como
él, mas se convenció que mis nervios no podrían resistir
tamaña prueba. Ninguna otra carrera liberal me seducía no me
inflamaba ambición alguna ni ser rico, ni sabio, ni grande ni
célebre, ni poderoso. Lo que yo quería era ser feliz,
¡feliz!, precisamente lo que no era ni sería jamás.
Así contestó a mi padre un día que me apuraba por la
respuesta, y mi padre se rió de mi salida extravagante.
-¡Si se creerá este chico que la felicidad es una
carrera reglamentada por la facultad respectiva! Este, o se pasa de tonto, o es
muy agudo.
Teníanme por tonto, naturalmente y desde aquel
día, me diputaron por incapaz rematado, condenándome a apacentar
los rebaños de la estancia del Trigal, cuando tuviera la edad, ya que
para otra cosa no servía.