Dormía, yo en una alcoba contigua a la de mis hermanas,
y recuerdo que frente a mi camita, de bambú había en la pared
colgada una estampa, grande de San Miguel con el legendario Satanás a sus
plantas, a medio reventar por el peso del arcángel y soltando por la
negra bocaza, erizada de dientes como la del cocodrilo, rojas y miedosas
llamaradas. No me acostaba yo ni me levantaba sin rezar mi oración al
santo, las manitas juntas. Pues, una noche, herido y lloroso por las injusticias
del día, me pareció que era ocioso pedir al cielo lo que con tanta
prodigalidad me había concedido y que más valía rogara al
diablo alguna dádiva de las suyas para que en la escuela y en casa me
considerasen y mimaran; así, poniendo los ojos en la espantosa figura
luciferina, dije con mucho fervor :
-Señor Satanás, hágame usted el favor de
hacerme malo como a los otros, porque yo quiero ser como los demás y no
un fenómeno, que como fenómeno me tratan, me rechazan, me agobian
y martirizan. Si no me hace usted malo, señor Satanás, no
podré defenderme de mis hermanas, ni de mis condiscípulos y
mañana de la gente malévola que puebla el mundo. Así estoy
como si desnudo anduviera. ¡Acuérdese usted de mí,
señor Satanás!
Por supuesto que el maldito demonio no me hizo caso y
seguí siendo un pedazo de pan, que todos mordisqueaban y hacían de
él papilla a su antojo. De esta guisa pasé mis años
menores, sin alegrías, niño triste y reconcentrado que
escondía, su almita, de la vista de los demás, como pajarillo que
llevara en la mano y temiera que se le arrebatasen.