Lo primero que se me ocurrió fue arrojarme al
río. Confieso que en las horas dolorosas de mi vida, la idea del suicidio
se me ha presentado como el mejor medio de arreglarlo todo, aunque contrario a
la ley de Dios; pero aquella vez, no sólo no lo arreglaba puesto que mis
hermanas hubieran continuado siendo ligeras, sino que me estropeaba la ropa y
para eso yo no me la había vestido. Muy cabizbajo tomó el rumbo
que solía, y era por la calle Defensa al Norte, en busca de luz y
relativo movimiento, hallando en el segundo tramo el consuelo que buscaba y fue
dirigirme a la tienda de mi tutor, don Aquiles Vargas, en la entonces llamada
calle de Mendocinos: don Aquiles me daría consejo y asilo, que a ello le
obligaba su cargo; también me daría de almorzar, que ayuno estaba
y desfallecido. Secáronseme los ojos, se me ensanchó el
corazón, apreté el paso... y a ver a don Aquiles.
Tendría, don Aquiles por aquel tiempo unos treinta,
años y bien ganada ya su fama de mal genio y avaricioso, que ha
consagrado la voz de la historia, y era chiquito, regordetón, sin las
arrugas y las canas que echó después de millonario. Yo le trataba
poco; no así a su mujer, que era visita de casa y a sus niños,
aunque mucho menores que yo, pues lo menos que llevo a Pablo Aquiles
(¿qué será de Pablo Aquiles?, ¿Habrá
muerto?), lo menos son ocho años. La tienda era grande y toda ella
aparecía ocupada por géneros de las provincias, en que traficaba
con lucro evidente : aquí los tercios de yerba, allá las cajas y
latas, los dulces y tabletas de Mendoza, quesos, alfajores, miel, mates,
encajes, quillangos, ¡qué sé yo!, todo revuelto en los
estantes, en las paredes, en el techo y en el suelo, y presidiendo la
industriosa exposición don Aquiles con su chaleco rojo de federal y el
entrecejo cruzado de rayos y centellas.