Mis pobres hermanas han muerto. hace tiempo: Clara de la fiebre
amarilla del 71, y Lanrentina, de la pesadumbre de sus desdichas y de su
verruga. Yo las quise bien siempre, como hermanas y como no podía, menos
de quererlas. El hecho de nuestro apartamiento ni quita ni pone a este
cariño sincero mío y por decirlo as¡, obligatorio. Protesto,
pues, de que haya de insinuarse que cuanto voy a decir de ambas sea residuo de
imaginados rencores, de sospechadas injusticias, de calculadas ofensas. ¡
Ah! No sería don Perfecto, el quijote de la bondad y de la
corrección, el impecable maníaco, quien esto escribiera a la
sombra de la blanca cofia de Sor Angélica, su amistad postrera y la
única.
Yo no he de asegurar que mis hermanas fueran malas,
¡pobrecitas!, ¡Dios las haya, perdonado!; pero no puedo ocultar,
porque si no mi conducta parecería inexplicable, que aparte de su
carácter independiente y ligero, estaban malísimamente educadas,
modelos clásicos de la detestable escuela criolla que no reconoce
principio de autoridad, ni jerarquías, ni diferencias, y en la que todos
somos unos y no hay palabra familiar que lleve el sello augusto del respeto. Aun
en vida de mis padres, las trifulcas entre Clara y Laurentina eran frecuentes:
¿qué sería cuando, dueñas absolutas de la casa se
disputaban el mando supremo?, guerra de palabras venenosas, de injurias soeces,
de manos airadas, no cesaba sino con el sopor del sueño.
A mí me mandaron desalojar la habitación que
ocupaba y diéronme de alcoba un altillo del fondo, que más bien
parecía gatera y donde no podía moverme. Ellas se instalaron en la
mejor parte de la casa cambiaron los muebles e hicieron mangas y capirotes con
la renta y cuanto caía bajo su despótica jurisdicción. Cada
caso resuelto, ya en favor de Clara o de Laurentina, costaba a ambas muchos
gritos, lágrimas, arañazos y mechones de pelo; siendo,
generalmente la perdidos a Laurentina, como más pequeña y ofrecer
de blanco aquella maldita verruga adonde iban a clavarse todas las saetas de la
iracunda Clara.