-Son cuentas que llevo, hijo. No vayas a creer que es mi
testamento. El testamento del tío ya está hecho y en casa del
escribano.
Arturito sigue sonriendo, pero no me cree el muy tuno.
¡Pobre Arturito! Salvo esta visita cotidiana, nadie me molesta. Yo no
tengo amigos. He sido demasiado severo para tenerlos. Como no me he doblegado
nunca a la maldad y no he cultivado la adulación, ni pagado diezmos al
vicio, ni anduve, nunca por los obscuros vericuetos donde los amigos pululan y a
millares se pescan, me encuentro solo al final de mi camino. Unos me motejaban
de raro, otros de mandria, otros de tonto, otros de soberbio y los más de
insoportable o ridículo. Hacían mofa, de cuanto hablaba befa, de
mis acciones, e íbanse despegando de mi o yo de ellos.
Estoy solo. Hasta he conseguido y no es poco conseguir, que el
mismo Bullebulle, apodo que he puesto a mi criado viejo por su
manía, alarmista, que todo lo convierte en catástrofes y
terremotos, se abstenga de entrar sin el permiso de Sor Angélica.
Puedo, pues, cerrar los ojos y sumergirme en los recuerdos del
pasado. Veo a mi padre, a mi madre, a mis dos hermanas, Clara y Laurentina....
La casa baja de la esquina de Balcarce, próximo a Santo Domingo, donde
vivíamos, porque entonces no había tranvías ni ferrocarril
y no pasábamos aquí sino el verano. La negra Marica, mí ama
de leche, es sólo una mancha obscura ; no la distingo bien. No retengo de
su persona más detalles que sus labios pulposos y achocolatados y sus
pezones gordos como una mora, a los que me prendía con delicia, y de los
que sacaba la savia generosa que me daba vida. Quizá no la recuerde bien,
porque la pobrecita se murió, andando yo de faldilla todavía, es
decir, ¡ ayer! Pero a mi padre y a los demás...