Por cierto que cada vez que Arturito entra y me ve con la
pluma, en la mano, cree que estoy escribiendo mi testamento. Es lo -único
que preocupa a Arturito, la salud (¡muchas gracias!) y el testamento del
tío. Es tan vulgar, tan natural y humano esto, que no le guardo yo
rencor, ni me atrevo a censurarle. Arturito es el hijo de un sobrino carnal
mío ya difunto; no tiene padres, ni hacienda, ni carrera ni ganas de
trabajar, ni voluntad que no sea para el placer y el derroche de sus tesoros
juveniles: ¿cómo no han de preocuparle, pues, la salud y el
testamento del tío, de quien desea, heredar la quinta esta para
comérsela la casa de la calle de Balcarce para bebérsela y el
fuerte depósito del Banco para jugárselo, como tiró su
patrimonio único, el campito del Trigal? ¡Pobre Arturito! Viene,
todos los días y a distintas horas me hace la rueda, ahusa de mi
debilidad para negarle el sablazo inevitable y se marcha alegremente. Viene
todos los días, pero cada día más pálido; ya tiene
arrugas y se va quedando pelón por las sienes y la coronilla. Más
joven parezco yo, que pudiera ser su abuelo.
Pues, cuando entra y no escondo a tiempo los papelotes, se
escama, sonríe, tose, pregunta, y molesta a Sor Angélica, que no
lejos de mí zurce bajo las alas blancas de su toca, almidonada en este
salón donde paso el día mirando, por la ventana del jardín,
el cielo gris del invierno más crudo de que tengo memoria. La hermanita
se excusa y yo le tranquilizo diciendo :