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Rogué a éste que me diera un vaso de agua, y me lo trajo y bebí hasta la última gota. El fresco líquido me reanimó, devolviéndome mi heroico aplomo. Salustiano recogió sus naipes y me dijo que iba a cerrar la tienda; si yo quería, podía, acompañarle a comer a la pensión suya, en casa de una viuda que tenía dos hijas monísimas y muy condescendientes. Esto lo subrayó el mequetrefe con chasquido de lengua singular, que me sacó de nuevo los colores a la cara. Apenas le apuntaba el bozo a Salustiano y su precocidad me pareció repugnante.

-Te acompañaré -le respondí, -pero no a comer. Me espera un tío mío.

Al dar esta excusa para no aceptar tan mala compañía y descubrir que no llevaba un cobre en el bolsillo, pensé en mi tío Tejera y en el suntuoso banquete de su mesa a la que muchas veces me había sentado de convidado. Si fuera ahora y le pidiera hospitalidad... ¡qué cena y qué cama me aguardaban! Manjares y vinos deliciosos; blandos colchones y sábanas perfumadas con benjuí, el perfume favorito de su mujer, y así por donde ella pasaba la odorífera estela quedaba para denunciarla. Entretanto, Salustiano cerraba la puerta, corría los pasadores echaba una tranca de hierro y la llave por fuera y me empujaba con brusquedad reveladora, de la poca simpatía, que la había inspirado.

Me dejó en la acera y se fue silbando hacia abajo. Era noche obscura, el calor intenso, el silencio profundo. La idea de sumergirme a la ventura, en la masa de tinieblas, de aquel paseo a través de la ciudad fúnebre, me dio pavor. No iría, decididamente a casa de mi tío Tejera. ¿Cómo disculpar mi presencia inopinada?, ¿cómo ocultarle lo ocurrido? Suspirando, me senté en el mismo umbral de la tienda de Vargas, me acurruqué, y como los pájaros en la rama me dispuse a pasar la noche al raso. En seguida me dormí, y en toda la noche no desperté sino dos veces, por la canturia del sereno y el vocear de un borracho.

¡Oh noche cruel!, ¡oh carga da de la decencia!, ¡oh intransigencia de la delicadeza!, ¡oh dureza de la bondad!, ¡oh dolor de estómago inolvidable!...

Pero ¿qué ruido es ese? ¿Será Arturito? ¡Cómo alborota Bullebulle! ¡Ah! ¡Es el médico! Que entro, que entre y me diga, si lo sabe, qué remedio tienen los setenta años de un viejo.

 
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Don Perfecto de Carlos María Ocantos   Don Perfecto
de Carlos María Ocantos

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