Salustiano soltó la carcajada.
-¿No sabes jugar? ¡Es extraño!
Tan extraño me arecía a mí también,
que comenzaba a sentir vergüenza.
-Pues, mira -repuso Salustiano, -yo tengo ganas de merendar, y
como este roñoso de don Aquiles no deja por aquí una migaja,
tomaremos, si te parece, un par de alfajorcitos, que como no los cuenta, no
Regará a saberlo. Después los remojaremos con un trago de una
botella que esconde donde yo me sé.
Cogió una pasta, la dio un bocado atroz y me
brindó con otra. Desfallecido de debilidad, me apresuré a
rechazarla; no era mía, y no podía, hacerme; cómplice de un
hurto.
-¿Tampoco? Ni fumas, ni juegas, ni comes, ni bebes... ni
chupas, ni besas. ¡Es extraño! ¡Qué bicho más
raro!
Corridísimo, no respondí. Salustiano me dio la
espalda, se merendó las pastas que quiso, bebió del vino que fue a
buscar de oculto rincón, se fumó sus tres cigarrillos uno tras del
otro, y por último, desparramó sobre el mostrador los naipes y se
estuvo haciendo solitarios hasta que escaseó la luz.
Don Aquiles no, volvía, seguro, sin duda, de que yo no
había de impacientarme. Varias veces cambié de postura, como
enfermo que busca el alivio deseado, y en todas el dolor de mi estómago
me aguijoneaba cruelmente; figurábaseme que las cosas comestibles que en
la tienda me tentaban, las relucientes latas de sangrientas entrañas y
los dorados discos de escarchada corteza, danzaban en los estantes
burlándose de mí, como Salustiano.