Quedé yo apoyado en el mostrador, muerto de hambre y de
tristeza. Salustiano, tan pronto como volvió la esquina el patrón,
me dijo que cuidara de la tienda mientras iba a un recado, y se largó
antes que yo me excusara, asustado de la comisión. Afortunadamente no
entró nadie durante su ausencia, y eso que tardó dos horas largas.
Todo el tiempo que estuve solo, no apartó yo los ojos de las pilas de
azucarados alfajores y de las latas del guayaba que:, de espaldas a la pared y
puestas de frente, mostraban la maciza carne colorada.
Volvió Salustiano con varios paquetes, uno de tabaco,
otro de papel de fumar, y sobre el mismo mostrador se puso a armar diestramente
cigarrillos, mientras averiguaba con regocijo de disponer de un cirineo, el
cómo y el porqué de mi vocación comercial. Me
convidó con un cigarro, y yo lo rechacé:
-Gracias, no fumo.
-¿No fumas?, ¡qué risa! ¡es
extraño!
Terminado su entretenimiento y su interrogatorio, guardó
sus porquerías, y de un cajón sacó un mazo de naipes.
-Echaremos una brisquita o un tute, ¿qué tal?
Poniéndome algo encarnado, contesté:
-Gracias, no juego.