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Sabía, yo que en aquella hora le encontraba infaliblemente pues por reloj salía, de su casa a las ocho a abrir la tienda y no volvía hasta la oración. Le encontré, en efecto, y regañando como de costumbre a Salustianito Pozuelo que estaba con él de dependiente... Sí, Salustiano Pozuelo, el mismo, marido hoy, no sé si afortunado, de la hermosa Graciana Sangil, hija de Pepe. Pues, señor, el pobre Salustiano que fue siempre muy bruto y ordinario, acababa de hacer cisco una docena de tabletas y con las torpes manos recoger quería la escarchada pasta, del santo suelo, bajo el chaparrón de dicterios de don Aquiles, cuando yo me presenté en la puerta. Calmóse don Aquiles; trajo Salustiano una escoba, sí, señor, el gran Pozuelo de hoy, y con ella barrió las baldosas, y don Aquiles y yo nos metimos en la trastienda, y nos sentamos cada uno en un tercio de yerba, no sé si paraguaya, o correntina.

Al principio lloré y no pude contestar más que con sollozos al señor Vargas; pero luego, alentado por su indulgencia, referí lo sucedido con especial cuidado de que la honra, de mis hermanas saliera lo mejor librada. Como no precisaba el motivo y dejaba las íes sin los puntos correspondientes, mi tutor no acababa de comprenderlo, y hasta preludió la desaprobación de mi escapatoria, con fruncimiento de las terribles cejas. Yo apuré mi escasa lógica para convencerle que la vida común con mis hermanas no podía ser; que mi deseo era entrar en el comercio, pues no quería andar de gandul; que por lo menos hasta mi mayor edad y mientras me ganara el sustento, mis hermanas percibieran exclusivamente la renta, para que nada les faltase, y que me ponía bajo su protección, antes que solicitar la de algún pariente, porque los deberes de tutoría, así lo mandaban.

 
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