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Aunque todavía guardaban luto, acudían todas las
tardes al tambo del barrio, o vaquería, que era entonces punto de
reunión muy elegante de verano, y allí sentadas en los toscos
bancos del patio, junto a los pesebres, gustando la leche recién
ordeñada que desbordaba de los vasos de vidrio, charlaban con las amigas
y discreteaban con los donceles hasta entrada la noche. Yo no iba nunca, por no
presenciar lo que sacaba de quicio mi poca paciencia de hermano quisquilloso.
Una noche volvieron muy tarde con Pepe Sangil y otro que no conocía;
entráronse, ellas, y ellos quedaron a la ventana, como esperando una
señal convenida; pasaron luego - la acera de enfrente, se fueron hacia
Santo Domingo y tornaron a quedar apostados en la puerta misteriosamente.
Atisbaba yo desde la azotea, estas maniobras, expulsado de mi cuarto por el
calor y el insomnio; y adivinando cuanto pasaba y lo peor que se preparaba me
eché de cabeza por la escalerilla en el momento que salía Clara al
patio de puntillas y los pasadores de la ventana de la sala
gruñían bajo la mano nerviosa de Laurentina. Al descubrirme Clara
se vino encima de mi y me alargó un guantazo, alborotóse
Laurentina, con el ruido y dio la voz de alarma, a los sitiadores, que huyeron,
saltando, me luego hecha una fiera para arañarme que era yo mansa oveja,
que aunque con un dedo a las dos derribara sin mucho trabajo, de las dos
dejé que me golpearan y sobaran a capricho y que a rastras me llevasen a
la sala donde me increparon por entrometido fisgador y polizonte insoportable.
Desahogáronse cuanto quisieron por boca y manos, y cuando las vi
jadeantes, compuso el desorden de mi aporreada persona y les dije con
enérgico acento, que no sentaba en verdad a mi mansedumbre, que no
teniendo ni edad ni influencia para evitar lo que jamás
consentiría, el día siguiente me marchaba de su lado, - porque no
se tomara mi presencia como encubridora de sus extravíos.
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