"¡Oh, qué
lástima!" -suspiró Claus el Pequeño, sobre el techo, al ver desaparecer la comida.
-¿Hay alguien ahí arriba?
-inquirió el granjero, alzando la vista y mirando a Claus el Pequeño-. ¿Qué estás haciendo tú ahí arriba? Será mejor que bajes y entres en la casa.
Claus el Pequeño le informó
entonces de cómo había perdido su camino y preguntó si le sería permitido pasar allí la noche.
-Claro que sí -respondió el granjero-. Pero antes será mejor que comas algo.
La mujer los recibió a los dos muy
amablemente; puso la mesa y sirvió una cazuela de potaje para los dos. El granjero traía hambre y comió con buen apetito, pero Claus el Pequeño no podía menos de añorar el excelente asado, el pescado y la torta, que sabía estaban ocultos en el horno. Había colocado debajo de la mesa, a sus pies, la bolsa con el cuero del caballo, pues se recordará que iba de camino hacia el pueblo para venderlo. No le gustaba el potaje, y por ello ideó una artimaña: pisó con fuerza la bolsa haciendo que el cuero seco chirriara perceptiblemente.