-¡Arre, mis cinco caballos!
-¡No has de decir así -rezongó Claus el Grande-, porque sólo uno de ellos es tuyo!
Pero Claus el Pequeño olvidó pronto lo que no tenía que decir, y cada vez que veía pasar a alguien gritaba con toda su fuerza:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-Tengo que insistir en que no lo digas otra vez -repitió Claus el Grande-. Si lo haces, le pegaré, a tu caballo en la cabeza, de tal modo que caerá muerto en el sitio. Y ya no podrás decir que tienes ninguno.
-Te prometo no decirlo de nuevo
-respondió el otro. Pero en cuanto alguien se acercaba y lo saludaba con un movimiento de cabeza o un "Buenos día", Claus el Pequeño se sentía tan complacido de tener cinco caballos arando en su campo que gritaba una vez más: