|

Por
Carla Pravisani
comoescriben@elaleph.com
"Escribir es una exploración: uno no sabe muy bien adónde va"
Entrevista
a Carlos Gardini
Autor
de varios libros de narrativa -entre ellos Primera línea, Sinfonía
Cero, Juegos malabares, El libro de la Tierra Negra
y El
libro de la Tribu (que elaleph.com tiene el orgullo de
publicar)-, Carlos Gardini es uno de principales escritores argentinos
del momento. Sus cuentos y sus novelas, además de una gran poesía y una
destreza estilística notable, consiguen lo que pocas obras contemporaneas
siquiera pretenden: cautivarnos. En esta entrevista, Gardini nos habla
del "cómo se escribe". Y nos permite espiar en los entretelones de sus
historias.
CARLA
PRAVISANI: Para empezar: ¿te resultan siempre placenteras las horas
dedicadas a la escritura?
CARLOS
GARDINI: A veces sí, a veces no.
CP:
¿Por qué?
CG:
Hay una parte que es placentera y otra que es trabajosa. Todo depende
de cómo se levanta uno ese día. Pero, en general, digamos que son horas
placenteras. Si no, no lo haría.
CP:
¿Cómo te gusta escribir? ¿Podrías contarnos algo de ese proceso?
CG:
Depende de lo que esté haciendo. No tengo un método de trabajo. Pensándolo
bien, el día que lo tenga, renuncio. Hay textos que escribí en una hora,
y después revisé; otros tardaron diez años en tomar forma. Muchas veces
empiezo sin tener la menor idea de qué se trata. Después lo desarrollo;
o no lo desarrollo nunca. Es totalmente relativo. No es algo que pueda
controlar. Digamos que uno controla sólo una parte, en el momento final,
cuando se trata de la revisión. Pero controlar cómo surgen las ideas...
sería como pretender controlar la propia mente. No funciona de esa manera.
CP:
¿Hay algún lugar que te resulte mejor para trabajar?
CG:
El placer. Cuando empiezo a escribir, si el texto se me resiste, me canso
o me cuesta trabajo, lo dejo. Es decir, escribo mientras me siento cómodo.
En cuanto el placer se convierte en un trabajo, abandono. Pienso que todo
trabajo que uno hace por obligación es desagradable. Y la literatura yo
la hago por afición. Y no quiero que sea desagradable. Es lo que siempre
digo: si uno escribe sufriendo, ese sufrimiento se transmite al lector.
Si a uno le cuesta escribir, transmite esa torpeza. Y cuando el lector
se desespera de aburrimiento, es porque primero se aburrió el autor.
CP:
¿Cuánto y con qué regularidad escribís?
CG:
En general me resulta estimulante escribir cerca del mar. Pero no necesito
algo tan específico como un rincón donde yo tenga que estar haciendo la
posición del loto con una pluma en la oreja. Nada de eso.
CP:
¿Y qué tipos de personajes te interesan?
CG:
Los que surjan. No les pido el currículum.
CP:
¿Alguno te representa?
CG:
En principio no es mi intención. Inevitablemente, algo de mí van a tomar,
pero yo esperaría que tengan algo de los demás. Si te referís a un personaje
a quien yo considere una especie de vocero mío, la respuesta es no. No
me interesa escribir para mandar mis mensajes al mundo en boca de un alter
ego. Me parece presuntuoso y ridículo.
CP:
Veo en algunos de tus cuentos, sobre todo en los de Primera línea,
una fuerte inclinación hacia temas como la guerra. ¿Por qué?
CG:
Por diversos motivos. La guerra es una actividad muy especial. Moviliza
gran cantidad de recursos materiales e intelectuales para destruir a otros.
Es un fenómeno apabullante, estremecedor. Y también es cierto que me tocó
vivir una situación en nuestra historia donde las cosas se resolvían de
ese modo. Evidentemente, esto se filtró también. Fue un país muy violento,
no vivíamos en Suiza. En lugar de "¿Por qué te interesa eso?", la pregunta
podría ser formulada al revés: "¿Cómo no te va a interesar eso?". Es algo
que presenciamos a diario. El siglo XX abundó en conflictos sangrientos.
Tenemos la población más numerosa de la historia, quizá por eso también
tuvimos los conflictos más sanguinarios de la historia. Y, evidentemente,
semejante monstruosidad no puede dejar de afectarnos.
CP:
¿Creés que la estabilidad emocional es necesaria para escribir bien?
CG:
No creo que uno escriba o lea porque está estable, sino todo lo contrario.
Es como salir a explorar: uno tiene una inquietud, busca algo. Con esto
pasa lo mismo. En ese sentido, estabilidad no hay.
CP:
¿Y qué opinás de la seguridad económica? ¿Puede dañar una buena escritura?
CG:
No creo que a nadie lo dañe la estabilidad económica. Algunos no ganan
un mango y son pésimos escribiendo. Otros reciben anticipos de millones
y son excelentes escritores. También ocurre lo inverso. No se define por
eso. Eso sí, si el único objetivo de un escritor es ganar dinero, probablemente
no escriba muy bien. Un panadero que no sienta amor por el olor del pan
no puede tener una buena panadería. Pero si es buen panadero, probablemente
también gane dinero.
CP:
Pero en algunos escritores se nota que, después de ganar mucho dinero,
empiezan a escribir de nueve a cinco.
CG:
Puede ser, pero no es una regla. No conviene caratular.
CP:
¿Qué hacés en los momentos en que la inspiración no aparece?
CG:
Cuando escribo es porque algo presiento. En general yo voy juntando notas
y cosas. Muchos se piensan que el acto de escribir es sentarte delante
de la máquina a tipear, pero yo escribo mentalmente todo el tiempo. Y
cuando llega el momento oportuno, simplemente empiezo.
CP:
¿Las notas te ayudan?
CG:
Sí, ayudan bastante. Hay cosas que he escrito que eran pura nota, hasta
que en algún momento se fueron armando, fue apareciendo la parte que faltaba.
CP:
¿Y dónde buscás esas notas?
CG:
No las busco: aparecen. Por ejemplo, a veces me pregunto cómo será determinado
proceso químico. ¿Por qué? Porque me puede servir. O anoto la descripción
de un gesto de un personaje. Por ahí es una partícula aislada, suelta.
Pero, más adelante, puesta en un contexto, te ayuda a ver al personaje,
cosa que por ahí no sucede si uno se pone deliberadamente a construirlo.
CP:
En tus cuentos noté cierta influencia poética. ¿Escribiste poesía alguna
vez?
CG:
Afortunadamente aprendí a dejarla sólo en mis cuentos. En un tiempo escribía,
pero después la tiré toda. Me gusta mucho la poesía, así que preferí no
empobrecerla con mis ejercicios.
CP:
¿Cómo sabés cuándo una novela o un cuento están terminados?
CG:
Uno sabe cuándo está terminado -al margen de una revisión de cuestiones
estilísticas. En el caso de la novela se hace más flexible, porque cabe
agregar algún tipo de digresión. Y en un cuento por ahí eso no es muy
oportuno.
CP:
En tu caso, ¿cómo manejás la corrección?
CG:
No metódicamente. En general, el texto mismo indica el camino. Uno lo
va viendo. A partir de cierto momento, el texto debe tener determinado
ritmo. Y ese ritmo te va marcando. Es una cuestión de oído. A mí, en una
última, última revisión, lo que me interesa es que quede cierta música.
Lo cual no significa que no haya que respetar la gramática. Porque esto
que dije puede sonar muy "moderno", algo proveniente de esos que dicen:
"Yo corrijo muy poco".
CP:
Hay quienes corrigen muy poco...
CG:
Y se les nota. Su estilo llega a ser impreciso, turbio, sumamente confuso.
Existe, en muchos cuentos y novelas, una gozosa ambigüedad. Pero en esos
casos la oscuridad o el misterio no son producto de una escritura confusa.
Hablamos de oscuridad en otro nivel: citando a Poe, hablamos de "la expresión
de la oscuridad y no de la oscuridad de la expresión". Para darte un ejemplo,
El libro de arena de Borges es de una transparencia total. Es la
transparencia de un maestro. Y lograrla no es simple. Hay gente que lee
a Hemingway y piensa: "Qué simple que escribe este tipo, esto es fácil
de imitar". Y es lo más difícil que hay. Porque el escritor pasó meses,
años quizá, podando, sacando toda la basura para que quedara esa claridad
-lo cual no significa que en obras de estilo preciso y claro no exista
un gran misterio o una gran oscuridad. Pero la idea de que es mejor no
revisar, escribir "espontáneamente", es una superstición que no tiene
nada que ver con el arte.
CP:
¿Revisás mucho?
CG:
Convendría precisar el concepto de revisión. Alguien dijo: "Un libro no
se escribe, se reescribe". Y estoy de acuerdo con esa afirmación. Es como
empezar a esculpir en una piedra. No tallo mucho sino lo necesario. Si
di otro golpe de buril para que el personaje tenga una arruga en la frente,
eso no es una mera revisión: el personaje sin arruga es diferente. Eso
es escribir, no revisar. Es un proceso en el cual, a medida que uno trabaja,
se va enterando de lo que hizo. La primera etapa, el puro escribir, es
una exploración: uno no sabe muy bien a dónde va, pero después lo descubre
reescribiendo.
CP:
¿Cómo fue el proceso en el caso de tu novela inédita El Libro de la
Tribu?
CG:
Tenía una especie de "principio-medio-fin" muy soso, muy chato. Apenas
una vaga idea de la historia. Partes muy claras, partes muy oscuras. Entonces
escribí una tirada de cuarenta páginas de algo que no sabía muy bien qué
era. Y después, de a poco, fui agregando, fui viendo, fui trabajando los
detalles. Hasta que -finalmente- alcanzó mayor tamaño, más cuerpo, mayor
textura y adquirió cierta vitalidad.
CP:
¿Y ya sabías cuántos personajes ibas a utilizar?
CG:
Conocía a ciertos personajes, pero en general se fueron presentando a
medida que escribía. Nunca es demasiado premeditado. Tampoco creo en eso
que, por ejemplo, una profesora observó en Cortázar: presuntamente, aunque
sus cuentos estuvieran en tercera persona, en el fondo siempre estaban
escritos en primera. Esas cosas a algunos profesores les parecen bárbaras,
pero no tiene nada que ver con nada. Únicamente con que siempre resulta
más fácil clasificar. Por ejemplo: la gente es blanca, negra o amarilla.
¿Vos viste alguna persona amarilla? Y la gente que llamamos blanca no
es blanca. Hay una gama mucho más amplia. Y con esto pasa lo mismo. Yo
entiendo que a veces, para conocer, debemos clasificar un poco; pero no
hay que tomar muy en serio esas cosas. Los clichés del tipo "todos los
cuentos hay que escribirlos en primera persona" o "un buen cuento no debe
abarcar más de diez páginas" configuran una especie de estética estalinista
que a ciertos burócratas les viene bien. Pero uno no puede definir de
ese modo. Las reglas están cambiando continuamente. Hay un desafío constante.
CP:
¿En qué sentido cambió tu manera de trabajar a lo largo de los años?
CG:
Creo que soy un poco más llano, menos pomposo.
CP:
¿A quiénes nombrarías como antecesores literarios, aquellos de los que
más aprendiste?
CG:
Mucha gente. Es difícil saberlo. Hay autores que te gustan mucho y no
te influyen. Y otros que no te gustan tanto y te influyen. Entre nuestros
cuentistas, me gustaron y me siguen gustando Jorge Luis Borges, Silvina
Ocampo, Julio Cortázar. Y después hay una larga lista de favoritos que
va desde Akutagawa hasta Clive Barker. Es muy difícil enumerar a todos.
Además, uno continuamente se encuentra con nuevos. A pesar de lo que se
cree, no hay escasez de talento.
CP:
Al escribir, ¿alguna vez notaste estar bajo la influencia de algo que
estuvieras leyendo en ese momento?
CG:
Calculo que sí, ¡a quién no le pasa! El problema es cuando uno se parece
demasiado. Digamos, todo libro está firmado por un autor; pero, en realidad,
la obra pertenece a muchas personas. Desde gente que lo leyó, hasta un
amigo o familiar que de alguna manera participó en el libro. A veces el
autor lo que hizo fue mediar. Ningún libro fue escrito por una sola persona.
CP:
¿Podés recordar el momento exacto en que decidiste convertirte en escritor?
CG:
Nunca decidí ser escritor. Empecé a escribir y aquí estamos. No fue una
decisión tan consciente. No es como cuando uno dice "voy a ser médico"
o "dentista" y sigue tal o cual carrera. Aunque supongo que los médicos
también comprenden a lo largo del tiempo que van aprendiendo con cada
paciente.
CP:
¿Y a qué edad empezaste a escribir?
CG:
En la adolescencia: un profesor de inglés me pidió una composición, y
yo terminé escribiendo una historia como de veinte páginas. El profesor
se quedó encantado, pero me hizo todas las correcciones pertinentes a
mi inglés de ese momento.
CP:
¿Y por qué optaste por la traducción como carrera?
CG:
Hay algo fascinante en el desafío de pasar un libro de una lengua a otra.
Es un proceso bastante curioso. A veces uno piensa: "Esto es intraducible".
Sin embargo, siempre algo se sostiene. Aparte, hay un interés todavía
más universal: las grandes culturas tienen que ver con la traducción.
En cierta forma, el Renacimiento se originó gracias a la traducción: la
nueva visita al mundo antiguo -con la obligación implícita de traducir
los clásicos griegos y latinos- alimentó una nueva visión de las cosas.
Es decir, en los grandes estallidos culturales siempre está presente la
traducción. Para mí no es casual que grandes escritores como Octavio Paz
o Julio Cortázar le hayan dedicado tanto tiempo.
CP:
¿En qué medida influye tu trabajo de traductor en tus cuentos y en tus
novelas?
CG:
Es un poco la idea de Mallarmé… las lenguas son imperfectas y cada cual
completa algo que no está en la otra. Por ejemplo, el soneto, que ha tenido
una expresión bastante excelsa en español, es importado de Italia. Ahí
se ve cómo un fenómeno de traducción inserta en una cultura algo nuevo,
desconocido hasta entonces. Y el soneto, en inglés, tomó dos formas distintas:
una copió la rima y la estructura tal como venía del italiano; la otra,
la más corriente, la que usó Shakespeare, es totalmente distinta: la misma
cantidad de versos, sí, pero en lugar de dos cuartetos y dos tercetos
son tres cuartetos y al final un dístico que actúa como remate. Por eso,
como te digo, para mí nada es exclusivo de ninguna cultura.
CP:
A veces dicen que un cuentista es un mentiroso ¿Qué opinás de eso?
CG:
A muchos les gusta decir eso. Y en cierto modo es así. Pero por lo menos
son mentiras honestas: los libros se publican como ficción, a diferencia
del periodismo -aunque hay cierta clase de periodismo que debería llevar
ese rótulo. Además, la ficción es una forma de mentira que busca la verdad.
No una verdad literal, sino un tipo de verdad bastante curiosa que a veces
una novela logra, y no logra un libro de historia o una biografía que
trabaja con datos reales. Bueno... un poco eso es el arte, por eso ejercemos
la imaginación. Además, creo que hay una parte de la estructura mental
humana que necesita de los relatos. Y lo que hace la narrativa es responder
a esa necesidad profesionalmente. La ciencia también lo hace, también
propone relatos. Claro que es distinto: es una historia articulada sobre
hechos que se van descubriendo. Y cada nuevo descubrimiento recompone
toda esa historia. Cada vez que se encuentra un nuevo fósil, la historia
de la evolución cambia un poco: se modifica totalmente, o se confirma
lo que se suponía antes. Por eso te digo, hay una necesidad de que nos
cuenten historias. Y no es una necesidad literaria. Es una necesidad humana
mucho más profunda.
CP:
Y entonces, ¿cuál es la diferencia entre los relatos que propone
la historia y los relatos que propone la narrativa?
CG:
Cuando uno lee "El pozo y el péndulo" de Poe hay una verdad acerca del
terror y del miedo que queda iluminada. Sería muy difícil lograr el mismo
efecto si alguien simplemente contara las vicisitudes de una víctima de
la Inquisición. La narrativa lo hace mucho más real.
CP:
¿Cuál considerás la mejor formación intelectual para un escritor en potencia?
CG:
La única es trabajar, no hay otra. Hablando en un sentido técnico, no
deben creer en la espontaneidad. No deben creer que lo que escribieron
es genial. Seguramente para eso falta mucho. Y hay que trabajar, revisar.
Esto parece una perogrullada, pero lamentablemente hay mucha gente que
fomenta lo contrario, pensando -por ejemplo- que un poema no se toca.
Y esto revela una tremenda ignorancia. A nadie se le puede ocurrir que
Garcilaso, San Juan de la Cruz o T. S. Eliot escribieron "espontáneamente"
lo que escribieron. Por otro lado, lo que llamamos revisión no es más
que varios aspectos de nuestra persona viendo el texto en distintas etapas.
No es otra cosa.
CP:
¿Qué lecturas les recomendarías a los primerizos?
CG:
Les recomendaría que leyeran Cartas a un joven poeta de R. M. Rilke,
un libro maravillosamente sencillo. Son consejos muy especiales, poco
"literarios": hay una dimensión espiritual que el escritor -o el aspirante
a escritor- no debe olvidar, porque es lo único que lo va a sostener a
lo largo del camino. No lo van a sostener ni estar en la lista de best
sellers, ni la palmada de los amigos.
CP:
¿Imaginás algún lector ideal para tus libros?
CG:
No, no imagino lectores ideales. No hay lectores ideales, e imaginarlos
me parece un poco narcisista. ¿Quién es uno para imaginar el lector ideal
para sus libros? Los libros tienen una vida propia, los lectores tienen
una vida propia. Y en algún momento se encuentran y se produce un diálogo
(del que uno ni se entera). Y, en definitiva, todo el proceso de escribir
lleva a la perfección de ese diálogo. Uno no lo puede imponer. Hay que
creer en la libertad de la gente. Si un escritor se plantea ese tipo de
cosas, en el fondo lo que está diciendo es: el lector ideal de mí mismo
sería yo mismo. Escribir es un acto común. Es un acto colectivo aunque
uno lo haga en privado.
CP:
¿Y qué sentiste cuando leyeron tus textos por primera vez?
CG:
Hay una mezcla de emociones. Desde inflársete el ego -una especie de vanidad-
hasta una especie de vergüenza. Como desnudarse en público. Después deja
de ser incómodo y se convierte en un diálogo. Y el acto de escribir se
concreta. Es algo muy íntimo que empieza en un rincón de la mente, se
traduce en el lenguaje escrito y después se expande: pasa a un montón
de gente, incluso a otras lenguas. Sale del corsé que tenía y adquiere
otras connotaciones. Es una explosión. Por eso no creo en "lectores ideales".
Publicar es, en el sentido más propio, un afán de compartir, un acto de
comunión.
CP:
Una última pregunta: en tus cuentos la muerte está muy presente ¿Por qué?
CG:
Es parte de nuestro proceso. No podemos entendernos como seres inmortales.
Tenemos esa limitación. Y uno trata de entender la muerte para entender
la vida. La muerte es tan misteriosa como el nacimiento.
Si
desea leer una entrevista a Carlos Gardini respecto de su última
novela publicada, El Libro de la Tribu, haga
click aquí.
Semblanza
Carlos
Gardini
nació y vive en Buenos Aires, Argentina. Es autor de varias obras de narrativa,
entre ellas Mi cerebro animal, Primera línea, Sinfonía
Cero, Juegos malabares y Cuentos de Vendavalia. En enero
de 2001 la editorial Equipo Sirius de Madrid reeditó su novela El Libro
de la Tierra Negra (Premio Axxón 1991, Premio Más Allá 1992), que
este año será publicada por Mondadori Editore en versión italiana de Raul
Schenardi.
En 1982 su cuento "Primera línea" ganó el premio Círculo de
Lectores. Su novela corta Los ojos de un Dios en celo obtuvo
el Premio UPC 1996. En 1998 su cuento "Timbuctú" obtuvo
en España el Premio Ignotus a Mejor Cuento Extranjero. La revista
literaria The Barcelona Review ha publicado un par de cuentos,
"Éxtasis" y "África en el horizonte", en castellano y en
traducción inglesa de Graham Thomson. La revista Delos ha publicado
"Primera línea" en traducción italiana de Raul Schenardi.
Recientemente,
con El Libro de las Voces, ganó el Premio UPC 2001.
Carlos
Gardini
Los
pescadores de ojos
No
sabemos si realmente son ojos, pero vivimos bajo su mirada y nos alimentamos
de su mirada. En Puerto Ángeles los ojos están presentes
en todas partes: en el timón que adorna el Bar y Restaurante El
Timón, en el arco de entrada del Muelle de los Pescadores, en la
puerta del Mercado de Artesanías, en los carteles que indican cómo
llegar al faro, al puerto y a Playa Blanca. Fuera de nuestra ciudad pagan
fortunas por ellos, y algunos turistas se empecinan en comprarlos aquí
a precio de ganga. Lo único que consiguen es aceptar los ojos como
objetos comunes, ordinarios. En cierto modo es lo que buscaban.
Los
turistas son nuestros enemigos. Por eso los tratamos amablemente, ofreciéndoles
una versión pintoresca y aburrida de nuestra ciudad. Inevitablemente
observan que no es una ciudad sino un pueblo. Conocemos de memoria los
argumentos: que somos pocos habitantes, que no figuramos en los mapas,
que las guías de turismo no nos mencionan, que ningún político
prestigioso nos visita durante las campañas electorales nacionales,
que la iglesia apenas se preocupa por nuestro párroco, que nuestro
intendente pertenece a un partido vecinal desconocido en el resto de la
provincia, que no contamos con ninguna expresión cultural distintiva.
No nos molestamos en rebatirlos. Mientras un político prestigioso
envenena el resto del país con su mediocridad, nuestro intendente
protege nuestra tradición y nuestro bienestar. Mientras los burócratas
de la iglesia urden sus intrigas, nuestro humilde párroco se preocupa
por nuestra salud espiritual. Mientras la capital admira libros torpes
e indigestos, nosotros cultivamos el refinado arte de la crónica.
Respetamos nuestras tradiciones, respetamos nuestras palabras. Hace más
de un siglo nuestra carta de fundación estableció claramente
que "por esta ordenanza se funda y constituye la ciudad de
Puerto Ángeles". El busto que se yergue en la plaza central
representa al "capitán Eusebio Ángeles, que dio la
vida por la fundación de esta ciudad". Los forasteros
no entienden nuestras palabras, aunque crean que usan las mismas que nosotros.
Ni siquiera saben lo que dicen cuando hablan de los pescadores de ojos.
Nunca
discutimos estos temas con los turistas. No nos interesa avivar la polémica
sino desalentar las visitas. Nuestra amabilidad es sólo una concesión
al lugar común que pretende que somos amables. Muchos visitantes
de la capital comentan previsiblemente que la gente del campo es más
hospitalaria. Nosotros sonreímos, aunque no somos del campo sino
de una ciudad que pertenece al mar. Los turistas elogian nuestra cordialidad,
aunque la consideran un síntoma de retardo mental y apenas la soportan.
Nuestro pintoresquismo es obtuso y redundante. Nuestras grandes atracciones
son insulsas. Nuestro Museo del Mar contiene caracoles, redes de pesca,
un tiburón embalsamado de tamaño mediano ("pescado
en 1933"), el espinazo de una ballena ("encallada en 1944"),
un equipo de buceo ("Royal Navy") y una barca exactamente igual
a las que se ven frente a nuestra costa. ¿Quién se molestaría
en viajar para visitarlo?
No queremos turistas, no queremos viajeros, no queremos desterrados del
mundo que vengan en busca de tranquilidad. No queremos extraños
que se casen con nuestras hijas ni con nuestras viudas. Los toleramos
para no llamar la atención, pero nuestra tolerancia es una forma
de resistencia. El rumor, la fábula y la leyenda nos protegen.
Si el mundo nos ignora, es porque nosotros contribuimos a esa ignorancia.
El capitán Eusebio Ángeles dio la vida para arrebatar nuestro
tesoro a los indios. Nosotros protegemos ese tesoro, y el mundo lo compra
ávidamente. De Houston a Amsterdam, de Barcelona a Kuala Lumpur,
el mundo está bajo la mirada de nuestros ojos. El mundo nos pertenece,
y ni siquiera nos interesa.
Como
todos los varones de nuestra ciudad, me inicié en la pesca de ojos
en la adolescencia, una noche de luna llena. Los Hijos del Mar sólo
emergen con la luna llena, aunque yo entonces no lo sabía. En cierto
modo, era tan ignorante como un forastero. En Puerto Ángeles todos
nacemos forasteros. Cuando veo jugar a mi hijo, envidio esa ignorancia,
aunque no la consideraba envidiable cuando yo tenía su edad. Entonces
sólo esperaba una revelación.
Esa medianoche mi padre me llevó a Playa Blanca. Ahí estaban
reunidos los pescadores de nuestra ciudad. Muchos de ellos, como mi padre,
habían asistido con sus hijos novatos. No había mujeres.
Vi a varios amigos de mi edad, e intentamos darnos valor con risas o sonrisas.
La mirada severa de los mayores pronto nos disuadió de hacer morisquetas.
Los mayores sacaron sus herramientas de la bolsa: guantes gruesos, un
palo de madera, botas. Los padres de los novatos llevaban una bolsa adicional,
y la entregaron solemnemente a sus hijos. Abrí la mía. Sin
decir una palabra, imité a mi padre: me puse los guantes y las
botas, empuñé el palo. Después todos formamos una
ancha medialuna en la playa, mirando el mar. El claro de luna parpadeaba
sobre el agua negra.
Ningún novato sabía de qué se trataba. Nuestros padres
no nos habían explicado nada. Después comprenderíamos
que era importante que ninguno conociera el secreto antes que los demás.
Era importante que nadie sintiera la tentación de revelarlo. Después
de esa noche, no sentiríamos esa tentación. Nadie quería
hablar de esas cosas con gente que no sabía nada sobre ellas.
Sabíamos
que la ciudad vivía de la pesca de ojos, pero nunca habíamos
visto cómo se pescaban. Habíamos oído algunos rumores,
y habíamos inventado otros. Los rumores, las fábulas y las
leyendas eran nuestro alimento. Nos alimentábamos de mentiras.
Esperábamos
que alguna vez esas mentiras fueran verdades y nuestra vida fuera menos
insípida. No lo sabíamos, pero cada generación había
hecho lo mismo. Cada generación volvía a contar las mismas
historias para enriquecerlas. No éramos la excepción, aunque
creyéramos lo contrario.
Contábamos la historia del amante despechado que había saltado
del faro para suicidarse. Contábamos la historia del barco que
traía un circo a bordo y había naufragado frente a la costa.
Contábamos la historia de los muertos que de noche huían
del cementerio para ir a nadar al mar. Competíamos para inventar
una versión más truculenta que las anteriores. El amante
que había saltado del faro no sólo se había despedazado
contra las rocas: al caer se había arrancado un brazo, y se había
pasado toda la noche buscándolo en el agua, aullando de dolor,
tragando su propia sangre hasta ahogarse. El barco que traía un
circo a bordo no sólo había naufragado dejando extraños
restos -trajes de lentejuelas, látigos, cajas de maquillaje, bonetes
de payaso- que llegaron flotando a nuestras playas: fieras hambrientas
habían llegado a nado a Puerto Ángeles; leones y tigres
habían devorado a niños y ancianos indefensos; elefantes
pintarrajeados habían pisoteado el Bar y Restaurante El Timón;
chimpancés amaestrados habían matado gente a balazos. Los
muertos que huían del cementerio no sólo eran fantasmas
nostálgicos, discretos e incorpóreos: reptaban por la arena
deshaciéndose en jirones de carne, y al llegar al mar se disolvían
como si se zambulleran en ácido, aunque conservaban los ojos intactos,
ojos duros como madreperla. Esas exageraciones nos tranquilizaban, nos
aseguraban que en nuestra vida chata y tediosa se cumpliría la
promesa del espanto, y el espanto era el atisbo de un nuevo horizonte.
No soñábamos con el amor. En Puerto Ángeles, el amor
está subordinado estrictamente a las exigencias familiares. Aunque
contábamos la historia del faro, nunca entendimos que un amante
despechado se suicidara. Nos apasionaban sus mutilaciones, no sus emociones.
También contábamos historias sobre la pesca de ojos. Los
ojos de los Hijos del Mar no se pescaban frente a la costa, con barcas
y redes. Nuestros padres buceaban hasta el fondo para conseguirlos; más
aún, allí el fondo era más profundo que en todo el
Atlántico y la presión amenazaba con reventarles los pulmones;
más aún, debían pelear contra monstruos ciegos y
escamosos que usaban esos ojos para ver en las tenebrosas profundidades;
más aún, nuestros padres arrastraban a los Hijos del Mar
hasta la costa, donde los mataban a garrotazos; más aún,
los monstruos escamosos nadaban en busca de venganza hasta Playa Blanca,
donde los pescadores los exterminaban en una batalla campal y los asaban
en una inmensa fogata.
Esa medianoche, mientras esperábamos en Playa Blanca, imitando
servilmente el gesto adusto de nuestros mayores, nos avergonzamos de esas
historias pueriles. Aspiramos con solemnidad el aire salado, la penetrante
humedad, el fulgor de la luna. Nuestros cuerpos se blanquearon por dentro
y la blancura tiñó nuestra mirada. Los colores se desvanecieron.
Sólo quedó esa negrura voraz y ondulante donde palpitaban
las cristalinas astillas del claro de luna. Fijamos la mirada en esas
astillas. Poco a poco se expandieron, se diluyeron, fueron menos cristalinas
y más líquidas. Ya no palpitaban sobre el agua sino sobre
manchas lustrosas (¿lomos, cabezas, aletas, tentáculos?) que se
mecían en las olas. Las manchas llegaban rodando por la espuma
y se erguían en la arena. Se sacudían el agua y los vibrantes
reflejos del claro de luna caían en la costa, un traje abandonado.
¡Los Hijos del Mar!
Caminaban
o reptaban cargando con esas protuberancias nacaradas que llamábamos
ojos. Los cazadores acariciaban los garrotes con los guantes, raspaban
la arena con las botas. Miré atentamente a mi padre y lo imité.
Acaricié el garrote, raspé la arena. Al mismo tiempo trataba
de observar a las criaturas, de distinguir los detalles de su contorno
ondulante, líquido pero macizo.
Mi padre se quedó quieto. Yo imité su repentina inmovilidad.
La fila delantera de cazadores avanzó hacia los Hijos del Mar.
Fila tras fila, todos avanzamos. Oí un golpe seco y esponjoso,
un jadeo estrangulado. Mi padre había tumbado una de las criaturas.
El golpe y el jadeo se repitieron alrededor, se perdieron en el susurro
helado del viento. Golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo:
esa húmeda percusión marcaba el ritmo de una viscosa melodía.
Seguí a mi padre y busqué a un Hijo del Mar. Sentí
la tentación de hablarle, pero no me dejé tentar. Le pegué
con todas mis fuerzas. Mi presa cayó, rodó o se desmoronó.
Resopló, chilló o suspiró. Sudó, sangró
o goteó. Seguí avanzando, chapoteando entre sus viscosos
restos. Golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo: sólo
paré al llegar a la costa, cuando mis botas dejaron de chapotear
en esa masa gelatinosa y pisaron la crujiente negrura del mar. El viento
me mordía la cara, la transpiración se escarchaba bajo mi
impermeable.
Miré
hacia atrás. Mi padre ya había emprendido el regreso. Lo
seguí. Todos abandonamos la playa, nos sentamos en la costanera
a fumar cigarrillos. Sin mirar el mar, esperamos la madrugada. Nadie dijo
una palabra. La marea subió y bajó. En la playa sólo
quedaron los ojos. Descendimos a la playa, guardamos los ojos en bolsas
y los llevamos al depósito. Al día siguiente se los entregamos
a las Madres Labradoras.
Mis
amigos y yo nunca más nos juntamos en la playa para contar historias
truculentas. Nos reuníamos en el Bar y Restaurante El Timón,
donde bebíamos en silencio o hablábamos de la familia. Ahora,
cuando comulgábamos los domingos, la hostia tenía sabor
y textura de cartílago. Antes dudábamos. Ahora sabíamos
que realmente comíamos un cuerpo.
En
Puerto Ángeles abundan las historias pintorescas. Se cuenta que
en el campo aún viven los descendientes de los leones, elefantes
y jirafas que llegaron aquí cuando naufragó el barco que
traía un circo. Se cuenta que esa cuña oxidada que a veces
asoma sobre la espuma es el mástil de un acorazado alemán
hundido. Se cuenta que en una gruta descansan los restos de comandos ingleses
que intentaron desembarcar durante la guerra del Atlántico Sur
y fueron liquidados a garrotazos por nuestros pescadores de ojos. Los
turistas escuchan estas historias con curiosidad, pero pronto se impacientan.
El barco donde naufragó el circo -declara el dueño del Bar
y Restaurante El Timón- era en realidad el arca de Noé,
que se extravió y erró por los mares durante milenios. En
el acorazado alemán -declaran los artesanos del Mercado de Artesanías-
viajaba el mismo Adolf Hitler, que huyó a nado y aún vive
escondido en el sur, planeando el Cuarto Reich. Entre los comandos ingleses
-declaran los pescadores del muelle- había jóvenes de la
nobleza y la realeza, enviados por sus familias para templarlos contra
la molicie, y la Corona británica nos ofrece grandes sumas por
sus efectos personales. Los turistas intentan reírse, pero nuestra
seriedad los intimida. Nuestra seriedad es convincente. Nos alimentamos
de leyendas desde la niñez. La mentira es nuestra verdad.
Pero
no les mentimos al decir que en la ciudad no vendemos ojos auténticos.
Como no confían en nosotros, compran esperanzadamente nuestras
baratijas: virgencitas apoyadas en ojos de cristal, llaveros con ojos
de plástico, ceniceros con ojos de fantasía, ojos de vidrio
en cuyo interior hay un barquito hecho de escarbadientes, con una placa
de carey que dice Recuerdo de Puerto Ángeles.
Estas
burdas artesanías nos enorgullecen. Contribuyen a urdir una historia:
la historia de un pueblito con pretensiones de ciudad, de gente tosca
pero hospitalaria que vive de la pesca de ojos y es inepta para los negocios.
Es tan inepta que ni siquiera miente para alabar las cualidades de la
zona y recomienda con ingenuo entusiasmo otras localidades de la costa:
por el buceo, por el avistamiento de ballenas, por la playa, por la pesca,
por los casinos, por los acuarios. El único hotel del pueblo es
el Bar y Restaurante El Timón, que tiene un par de habitaciones
en el primer piso. No hay cajeros automáticos. Hay un solo teléfono
público. Los negocios no aceptan tarjetas. Los comerciantes nunca
tienen cambio.
Esa
es la historia que oyen los forasteros. No sólo los turistas, los
viajantes y los reporteros, sino los habitantes de otros pueblos de las
cercanías, que nos consideran un poco raros: nuestras mascotas
no son perros ni gatos, sino chimpancés cuyos antepasados escaparon
del barco donde naufragó el circo donde venían; nuestras
hijas no quieren ir a trabajar en la capital; nuestros muertos no se resignan
a quedarse en el cementerio. Explican nuestra rareza por nuestro cosmopolitismo:
descendemos de una tribu tehuelche, de refugiados alemanes, de pastores
vascos, de pescadores sicilianos, de holandeses amish, de brasileños
de origen japonés.
Hasta
el día en que nos iniciaron como cazadores, veíamos Puerto
Ángeles como la veía la gente de las inmediaciones. Ese
día no sólo aprendimos a cazar sino que descubrimos una
ciudad secreta, la Ciudad de los Cazadores. No nos habían dado
explicaciones, y no las necesitábamos. Entendimos muy bien por
qué esa ciudad era secreta. No queríamos entrometidos. No
queríamos científicos extranjeros que vinieran a analizar
a los Hijos del Mar. No queríamos historiadores del arte que vinieran
a estudiar a las Madres Labradoras. No queríamos turistas que fotografiaran
nuestras reuniones. No queríamos militantes de Greenpeace que protestaran
contra nuestras cacerías. La ciudad secreta estaba a un paso de
la otra, pero sólo los hijos de la ciudad podíamos dar ese
paso, y sólo en el momento oportuno.
Amamos
nuestras burdas artesanías porque son el contrapunto de la exquisita
maestría de las Madres Labradoras. El arte es una actividad infame
que exalta la vanidad y la egolatría. Las Madres Labradoras son
la excepción. Tallan los ojos pacientemente, durante meses. No
cincelan formas caprichosas, sino que respetan la sutileza de cada nervadura
y protuberancia. Cada ojo de los Hijos del Mar tiene su propia mirada.
Las Madres han creado un arte singular porque obedecen la singular mirada
de cada ojo. Más aún, el arte de las Labradoras consiste
en revelar esta singularidad al limitado ojo humano: los delicados ojos
de los Hijos del Mar enseñan a los toscos ojos humanos el arte
de la mirada. La lenta labor de varios meses, dicen las Madres, produce
un mapa del alma, y ese mapa se debe trazar con el apasionamiento objetivo
de un cartógrafo. Aunque ellas se limitan a seguir el contorno
de las nervaduras y protuberancias, ese contorno se presta a leves interpretaciones.
¿Cuántas alteraciones podría producir una cinceladura más
fina, una acanaladura más honda? ¿Cuántas luces o sombras
se podrían liberar o apresar con un trazo más sutil o más
exagerado? Las Madres Labradoras no se dejan tentar por el romanticismo.
Cada ojo, que inicialmente tiene el tamaño de una cabeza humana,
queda reducido al tamaño de un puño. Este lacónico
resultado no expresa sentimientos personales, sino la naturaleza intrínseca
del ojo. La talla resalta su blancura o su transparencia, su pétrea
solidez o su acuosa blandura. Cada ojo habla con su propia voz, no con
la voz de las Madres.
Sabemos
que ningún comprador adquiere más de un ojo. Nadie soporta
la mirada de más de un ojo si no se ha criado en nuestra tradición,
así que nadie los colecciona. Sabemos estas cosas con precisión.
En nuestro pueblito pintoresco, que tiene un solo hotel y un solo teléfono
público, seguimos obsesivamente la trayectoria de nuestros productos.
Leemos The Economist. Miramos los canales financieros en la tv
satelital. Consultamos las páginas bursátiles de Internet.
A veces fingimos asombrarnos de que un químico no haya analizado
los ojos, de que un inversor no desee acapararlos, de que los biólogos
evolucionistas les presten menos atención que a un fósil
patético como el Pikaia. Fingimos asombrarnos porque nos
gusta fingir, porque la farsa es nuestro alimento. Pero sabemos muy bien
que los ojos se resisten a estas trivialidades. Para enseñarnos
el arte de la mirada, ocultan un aspecto de sí mismos. Los joyeros
se niegan a considerarlos gemas auténticas. Los museos de arte
y de ciencias naturales se niegan a exponerlos. Los científicos
se niegan a estudiarlos. El poder de los ojos se suma al poder de nuestra
historia, la historia que sirve para ocultar el corazón secreto
de Puerto Ángeles. Ambos poderes son uno y el mismo. Somos, involuntariamente,
el centro del mundo.
Cuando
el cliente de Buenos Aires, París, Tokio o Ciudad del Cabo se detiene
frente a una vidriera para mirar un ojo, no ve el producto pintoresco
de una perdida ciudad del sur. Ve el ojo en toda su pureza. No le importan
el origen del ojo ni las anécdotas de pescadores. Sólo le
interesa encontrar, al fin, una mirada recíproca. Algunos descubren
la felicidad, otros se suicidan. Los menos sensibles, los que se empeñan
en venir a Puerto Ángeles para comprar los ojos en su lugar de
origen, sólo descubren una muralla: un pueblo de gente inepta y
hospitalaria que vende baratijas en el Mercado de Artesanías. Ni
siquiera distinguen los ojos auténticos que los observan por todas
partes: los ojos que exponemos en el timón que adorna el Bar y
Restaurante El Timón, en el arco de entrada del muelle de los pescadores,
en la puerta del Mercado de Artesanías, en los carteles que indican
cómo llegar al faro, al puerto y a Playa Blanca. Todos ellos son
genuinos ojos de los Hijos del Mar tallados por las pacientes Madres Labradoras.
Las Madres han donado esta expresión suprema de su arte a los lugares
que mejor encubren nuestra verdad.
Vivimos
bajo su mirada y nos alimentamos de su mirada, pero no sabemos si realmente
son ojos. Esta ignorancia tiene un precio. El día en que nos iniciamos
como cazadores, aceptamos este precio sin saber lo que pagábamos.
Todos sentimos la emoción, la exaltación, la euforia de
descubrir que bastaba dar un paso para descubrir un nuevo horizonte. Pero
también sentimos la angustia de una contradicción.
La
promesa del espanto se había cumplido, pero el espanto dejó
de fascinarnos. El recuerdo del sordo redoble de la cacería -golpe-jadeo,
golpe-jadeo, golpe-jadeo- nos desvelaba por la noche.
También
nos desvelaban los interrogantes.
¿Qué
eran los Hijos del Mar? ¿Por qué acudían regularmente a
Playa Blanca? Un fenómeno similar a la migración de los
pájaros, decían algunos. O de las ballenas, sugerían
otros, insinuando que los Hijos del Mar eran inteligentes. Ninguna especie
inteligente, les replicaban, acudiría dócilmente a Playa
Blanca para dejarse exterminar a garrotazos, luna llena tras luna llena.
Algas, aventuraban algunos. Algas, resoplaban los otros. ¡Algas que nadaban,
reptaban, caminaban! Y si eran animales, si eran inteligentes, ¿por qué
no huían, por qué no se defendían, por qué
no se vengaban? Ah, quizá se vengaban, pero no lo sabíamos.
¿Y
qué eran los ojos? ¿Excrecencias como las perlas? ¿Cristales exóticos?
¿Construcciones artificiales que alguien nos enviaba desde el mar como
un regalo, incrustadas en estas criaturas obtusas? Algunos juraban que
durante la matanza los ojos relucían con la humedad de la vida
y miraban a los cazadores implorando piedad. ¿La humedad de la vida? Quizá
no, pero sabíamos que no estaban muertos: vivíamos bajo
su mirada y nos alimentábamos de su mirada.
¿Y
por qué desaparecían los cuerpos de los Hijos del Mar? ¿El
mar los disolvía? ¿Cómo era posible? Instantes atrás
esos mismos cuerpos nadaban en ese mismo mar. Ah, quizá la muerte
les quitaba una propiedad que los protegía de la acción
disolvente del agua…
Jamás
traicionaría a nuestra ciudad. Ninguno de nosotros la traicionaría.
Si consigné todas estas preguntas por escrito, si las confié
a mi diario, no fue con la intención de romper mi silencio. Una
y otra vez quemé mis mis apuntes y mis notas para no dejarme tentar
por la indiscreción. No me dejé tentar, pero una y otra
vez volví a escribir las mismas preguntas, las mismas reflexiones,
las mismas observaciones. Las llevaba siempre conmigo, por temor a que
mi familia las descubriera.
Una
medianoche de luna nueva bajé con mis apuntes a Playa Blanca. Me
encontré con varios cazadores conocidos, como si nos hubiéramos
dado cita. Sin decir una palabra, formamos un círculo en la arena
fría. Uno por uno sacamos nuestros diarios, cuadernos y anotaciones.
Cada cual ansiaba confesar su culpa. Comprendimos con alivio que todos
éramos culpables. Todos se habían hecho las mismas preguntas.
Éramos
culpables, pero obrábamos de buena fe. No pensábamos revelar
estos secretos a ningún forastero, a ningún reportero, a
ningún intruso. Necesitábamos saber, y no sólo por
curiosidad. Temíamos que el silencio que nos protegía de
la intromisión externa atentara contra nuestra existencia. Defendíamos
nuestras tradiciones, pero estos interrogantes también eran una
tradición. Varias generaciones se habían hecho las mismas
preguntas. No todos los que estábamos esa noche en la playa éramos
jóvenes. ¿Cómo podía subsistir la ciudad secreta
si nadie daba testimonio?
Nuevamente
sentí la emoción, la exaltación, la euforia de descubrir
un nuevo horizonte. Pronto sentí la angustia de otra contradicción.
Había dado un nuevo paso y había entrado en una nueva ciudad,
la Ciudad de los Testigos. Pero mi padre, que me había legado su
oficio, no estaba en ella.
Me
resigné a esa pérdida. Nuestra reunión en Playa Blanca
era otra ceremonia inducida, otra iniciación. Y mi culpa se alivió
cuando supe que la Ciudad de los Testigos era tan devota de la conservación
de nuestros secretos que había inventado un idioma propio para
resguardarlos. Los nuevos lo aprendimos pronto, y aprendimos a contar
en ese idioma nuestro testimonio, a cultivar el refinado arte de la crónica.
El arte de la crónica, pensé, era una consecuencia natural
del arte de la mirada. Lo refinamos aún más, memorizando
las crónicas para no usar papeles que revelaran nuestro secreto
a los intrusos. Pero la memoria se prestaba a cambios y distorsiones.
¿Cómo podíamos impedir que nuestro idioma inventado evolucionara,
que se enriqueciera indebidamente con los matices de la apreciación
subjetiva? ¿Y qué sucedería si una calamidad arrasaba la
Ciudad de los Testigos? Aunque fuera improbable, nos debíamos a
nuestra tradición. Si algo nos pasaba, si nos barría una
peste, ¿quién adivinaría que un sefilio era un Hijo
del Mar, que un eidetoder era un cazador de ojos, que una urdmuter
era una Madre Labradora? Era preciso contar con una referencia que protegiera
la integridad de nuestro idioma secreto. Es preciso, sugirió alguien,
tener una ciudadela que resguarde la Ciudad de los Testigos. Y así
algunos escogidos nos iniciamos en una nueva tradición, y entramos
en la Ciudad de los Referentes.
Cuando
veo jugar a mi hijo, no me dejo tentar por la idea de contarle estas historias,
que sólo se deben narrar en el elevado ámbito del arte de
la crónica. ¿De qué le serviría, además, saber
que alguna vez extrañará los rumores y fábulas que
ahora inventa con esperanza? ¿De qué le serviría saber que
alguna vez se preguntará obsesivamente a qué ciudades clandestinas
pertenecen su madre, su familia, sus amigos? ¿De qué le serviría
saber que tendrá la certeza de que todos le mienten?
El
capitán Eusebio Ángeles sacrificó su vida para arrebatar
nuestro tesoro a los indios, y cada una de nuestras ciudades secretas
contribuye a protegerlo. Si mentimos y engañamos, es para cuidar
nuestra tradición. La tradición es el cimiento común
de estas ciudades concéntricas. Ningún forastero podrá
penetrar estos círculos que son impenetrables aun para muchos de
nosotros.
Nuestra
tradición está a salvo.
Nuestro
modo de vida está a salvo.
Nuestra
riqueza está a salvo.
Me
repito estas palabras, pero me incomoda saber que frente a Puerto Ángeles
somos tan ignorantes como esos turistas que engañamos con nuestra
simplicidad, como esos vecinos de otros pueblos que se ríen de
nuestra idiosincracia. ¿Esos pueblos serán como pensamos? ¿O cultivarán
alguna forma aún más artera del arte de la crónica?
El
poder de los ojos y el poder de la crónica son uno y el mismo.
Pero, una vez más, ¿qué son estas criaturas? ¿Qué
hacían con ellos los indios que habitaban la zona antes de la llegada
del capitán Eusebio Ángeles? La gente de nuestra ciudad
que tiene sangre india no lo recuerda, aunque tal vez mienta para proteger
su propio secreto, su propia ciudad. ¿Y alguien los ha visto en otros
sitios? Nuestros descendientes de alemanes, galeses e italianos tampoco
recuerdan, aunque tal vez mientan para proteger un secreto que les legaron
sus padres y abuelos.
¿Y
cómo saber si la Ciudad de los Testigos, donde estamos los que
narramos, analizamos y describimos nuestra experiencia en crónicas
escritas, no contiene una Ciudad de los Pintores, una Ciudad de los Dibujantes,
una Ciudad de los Fotógrafos, donde intentan descubrir por medios
gráficos la forma elusiva de estas criaturas? En la Ciudad de los
Referentes, algunos custodios del idioma inventado en que narramos nuestras
historias hemos entrado en la Ciudad de los Codificadores, donde protegemos
la integridad de ese idioma en otro idioma inventado. ¿Cuántas
ciudades secretas hay dentro de cada ciudad? ¿Cuántas ciudades
secretas hay dentro de mí mismo? ¿Qué esperan de mí
sus habitantes? ¿Habrá una Ciudad de los Ojos donde podremos descubrir,
al fin, una mirada recíproca?
Cada
luna llena nos entregamos con fervor al ritmo del golpe-jadeo,
golpe-jadeo, golpe-jadeo. El recuerdo de esta música
nos desvela de noche, pero da tregua a nuestras preguntas. El espanto
es una rutina adormecedora.
Cuando
haya muerto, ¿me arrastraré desde el cementerio hasta el mar, perdiendo
partes de mi cuerpo putrefacto para alcanzar la pureza del agua? ¿Me sumergiré
hasta encontrar la perfección de una mirada líquida e inmensa?
¿Regresaré a Playa Blanca una noche de luna llena, para ser cazado
en una apoteosis de blancura? ¿Habré triunfado entonces, cuando
las Madres Labradoras me entreguen a una maciza eternidad de nervaduras
y protuberancias cinceladas?
Conservo
una foto de mi adolescencia que nunca le mostré a nadie. En esa
época de ingenuidad e ignorancia, nos reuníamos en la playa
casi todas las noches, salvo las noches de luna llena. Encendíamos
fogatas frente al mar y contábamos nuestras historias truculentas.
Para sentirnos mayores, bebíamos cerveza a escondidas, creyendo
que los mayores no lo sabían. La foto que conservo se tomó
una de esas noches, poco antes de mi iniciación en la pesca de
ojos.
Un
grupo de muchachos esmirriados enfrenta la cámara. Desafiamos la
estéril mirada de esa máquina con una risueña y desgarbada
altanería que sólo oculta nuestra timidez. Guardo esa foto
como un recuerdo, pero no sé qué quiero recordar. Ya no
reconozco a mis amigos, ya no me reconozco a mí mismo. No sé
quién es quién. Hay un destello en los ojos de todos, y
ese destello es lo único que reconozco, pero sólo lo identifico
ahora que ha pasado el tiempo. Antes creía que era el reflejo del
flash, o el reflejo de las fogatas, o el reflejo del claro de luna. Ahora
sé que es el reflejo del fulgor perlado de los ojos de los Hijos
del Mar. Sin saberlo, ya estábamos poseídos por la fuente
de nuestra riqueza.
El
tiempo blanquea la foto en vez de amarillearla.
|