CONTENIDOS
Bienvenida
Participar del Taller
Cuaderno de Apuntes
Fragmentos de TCYC
Fragmentos de HEV
Foro de Discusión
Antología del Taller
Nuestro Boletín
  NUESTRAS SECCIONES
Inicio elaleph.com
Biblioteca
Editorial
Librería
Club de Lectura
Facsímiles
Enfoques
Subastas
Buscador
Foros de Discusión
Chat
 
 

Por Carla Pravisani
comoescriben@elaleph.com


"Escribir es una exploración: uno no sabe muy bien adónde va"

Entrevista a Carlos Gardini

Carlos GardiniAutor de varios libros de narrativa -entre ellos Primera línea, Sinfonía Cero, Juegos malabares, El libro de la Tierra Negra y El libro de la Tribu (que elaleph.com tiene el orgullo de publicar)-, Carlos Gardini es uno de principales escritores argentinos del momento. Sus cuentos y sus novelas, además de una gran poesía y una destreza estilística notable, consiguen lo que pocas obras contemporaneas siquiera pretenden: cautivarnos. En esta entrevista, Gardini nos habla del "cómo se escribe". Y nos permite espiar en los entretelones de sus historias.

CARLA PRAVISANI: Para empezar: ¿te resultan siempre placenteras las horas dedicadas a la escritura?

CARLOS GARDINI: A veces sí, a veces no.

CP: ¿Por qué?

CG: Hay una parte que es placentera y otra que es trabajosa. Todo depende de cómo se levanta uno ese día. Pero, en general, digamos que son horas placenteras. Si no, no lo haría.

CP: ¿Cómo te gusta escribir? ¿Podrías contarnos algo de ese proceso?

CG: Depende de lo que esté haciendo. No tengo un método de trabajo. Pensándolo bien, el día que lo tenga, renuncio. Hay textos que escribí en una hora, y después revisé; otros tardaron diez años en tomar forma. Muchas veces empiezo sin tener la menor idea de qué se trata. Después lo desarrollo; o no lo desarrollo nunca. Es totalmente relativo. No es algo que pueda controlar. Digamos que uno controla sólo una parte, en el momento final, cuando se trata de la revisión. Pero controlar cómo surgen las ideas... sería como pretender controlar la propia mente. No funciona de esa manera.

CP: ¿Hay algún lugar que te resulte mejor para trabajar?

CG: El placer. Cuando empiezo a escribir, si el texto se me resiste, me canso o me cuesta trabajo, lo dejo. Es decir, escribo mientras me siento cómodo. En cuanto el placer se convierte en un trabajo, abandono. Pienso que todo trabajo que uno hace por obligación es desagradable. Y la literatura yo la hago por afición. Y no quiero que sea desagradable. Es lo que siempre digo: si uno escribe sufriendo, ese sufrimiento se transmite al lector. Si a uno le cuesta escribir, transmite esa torpeza. Y cuando el lector se desespera de aburrimiento, es porque primero se aburrió el autor.

CP: ¿Cuánto y con qué regularidad escribís?

CG: En general me resulta estimulante escribir cerca del mar. Pero no necesito algo tan específico como un rincón donde yo tenga que estar haciendo la posición del loto con una pluma en la oreja. Nada de eso.

CP: ¿Y qué tipos de personajes te interesan?

CG: Los que surjan. No les pido el currículum.

CP: ¿Alguno te representa?

CG: En principio no es mi intención. Inevitablemente, algo de mí van a tomar, pero yo esperaría que tengan algo de los demás. Si te referís a un personaje a quien yo considere una especie de vocero mío, la respuesta es no. No me interesa escribir para mandar mis mensajes al mundo en boca de un alter ego. Me parece presuntuoso y ridículo.

CP: Veo en algunos de tus cuentos, sobre todo en los de Primera línea, una fuerte inclinación hacia temas como la guerra. ¿Por qué?

CG: Por diversos motivos. La guerra es una actividad muy especial. Moviliza gran cantidad de recursos materiales e intelectuales para destruir a otros. Es un fenómeno apabullante, estremecedor. Y también es cierto que me tocó vivir una situación en nuestra historia donde las cosas se resolvían de ese modo. Evidentemente, esto se filtró también. Fue un país muy violento, no vivíamos en Suiza. En lugar de "¿Por qué te interesa eso?", la pregunta podría ser formulada al revés: "¿Cómo no te va a interesar eso?". Es algo que presenciamos a diario. El siglo XX abundó en conflictos sangrientos. Tenemos la población más numerosa de la historia, quizá por eso también tuvimos los conflictos más sanguinarios de la historia. Y, evidentemente, semejante monstruosidad no puede dejar de afectarnos.

CP: ¿Creés que la estabilidad emocional es necesaria para escribir bien?

CG: No creo que uno escriba o lea porque está estable, sino todo lo contrario. Es como salir a explorar: uno tiene una inquietud, busca algo. Con esto pasa lo mismo. En ese sentido, estabilidad no hay.

CP: ¿Y qué opinás de la seguridad económica? ¿Puede dañar una buena escritura?

CG: No creo que a nadie lo dañe la estabilidad económica. Algunos no ganan un mango y son pésimos escribiendo. Otros reciben anticipos de millones y son excelentes escritores. También ocurre lo inverso. No se define por eso. Eso sí, si el único objetivo de un escritor es ganar dinero, probablemente no escriba muy bien. Un panadero que no sienta amor por el olor del pan no puede tener una buena panadería. Pero si es buen panadero, probablemente también gane dinero.

CP: Pero en algunos escritores se nota que, después de ganar mucho dinero, empiezan a escribir de nueve a cinco.

CG: Puede ser, pero no es una regla. No conviene caratular.

CP: ¿Qué hacés en los momentos en que la inspiración no aparece?

CG: Cuando escribo es porque algo presiento. En general yo voy juntando notas y cosas. Muchos se piensan que el acto de escribir es sentarte delante de la máquina a tipear, pero yo escribo mentalmente todo el tiempo. Y cuando llega el momento oportuno, simplemente empiezo.

CP: ¿Las notas te ayudan?

CG: Sí, ayudan bastante. Hay cosas que he escrito que eran pura nota, hasta que en algún momento se fueron armando, fue apareciendo la parte que faltaba.

CP: ¿Y dónde buscás esas notas?

CG: No las busco: aparecen. Por ejemplo, a veces me pregunto cómo será determinado proceso químico. ¿Por qué? Porque me puede servir. O anoto la descripción de un gesto de un personaje. Por ahí es una partícula aislada, suelta. Pero, más adelante, puesta en un contexto, te ayuda a ver al personaje, cosa que por ahí no sucede si uno se pone deliberadamente a construirlo.

CP: En tus cuentos noté cierta influencia poética. ¿Escribiste poesía alguna vez?

CG: Afortunadamente aprendí a dejarla sólo en mis cuentos. En un tiempo escribía, pero después la tiré toda. Me gusta mucho la poesía, así que preferí no empobrecerla con mis ejercicios.

CP: ¿Cómo sabés cuándo una novela o un cuento están terminados?

CG: Uno sabe cuándo está terminado -al margen de una revisión de cuestiones estilísticas. En el caso de la novela se hace más flexible, porque cabe agregar algún tipo de digresión. Y en un cuento por ahí eso no es muy oportuno.

CP: En tu caso, ¿cómo manejás la corrección?

CG: No metódicamente. En general, el texto mismo indica el camino. Uno lo va viendo. A partir de cierto momento, el texto debe tener determinado ritmo. Y ese ritmo te va marcando. Es una cuestión de oído. A mí, en una última, última revisión, lo que me interesa es que quede cierta música. Lo cual no significa que no haya que respetar la gramática. Porque esto que dije puede sonar muy "moderno", algo proveniente de esos que dicen: "Yo corrijo muy poco".

CP: Hay quienes corrigen muy poco...

CG: Y se les nota. Su estilo llega a ser impreciso, turbio, sumamente confuso. Existe, en muchos cuentos y novelas, una gozosa ambigüedad. Pero en esos casos la oscuridad o el misterio no son producto de una escritura confusa. Hablamos de oscuridad en otro nivel: citando a Poe, hablamos de "la expresión de la oscuridad y no de la oscuridad de la expresión". Para darte un ejemplo, El libro de arena de Borges es de una transparencia total. Es la transparencia de un maestro. Y lograrla no es simple. Hay gente que lee a Hemingway y piensa: "Qué simple que escribe este tipo, esto es fácil de imitar". Y es lo más difícil que hay. Porque el escritor pasó meses, años quizá, podando, sacando toda la basura para que quedara esa claridad -lo cual no significa que en obras de estilo preciso y claro no exista un gran misterio o una gran oscuridad. Pero la idea de que es mejor no revisar, escribir "espontáneamente", es una superstición que no tiene nada que ver con el arte.

CP: ¿Revisás mucho?

CG: Convendría precisar el concepto de revisión. Alguien dijo: "Un libro no se escribe, se reescribe". Y estoy de acuerdo con esa afirmación. Es como empezar a esculpir en una piedra. No tallo mucho sino lo necesario. Si di otro golpe de buril para que el personaje tenga una arruga en la frente, eso no es una mera revisión: el personaje sin arruga es diferente. Eso es escribir, no revisar. Es un proceso en el cual, a medida que uno trabaja, se va enterando de lo que hizo. La primera etapa, el puro escribir, es una exploración: uno no sabe muy bien a dónde va, pero después lo descubre reescribiendo.

CP: ¿Cómo fue el proceso en el caso de tu novela inédita El Libro de la Tribu?

CG: Tenía una especie de "principio-medio-fin" muy soso, muy chato. Apenas una vaga idea de la historia. Partes muy claras, partes muy oscuras. Entonces escribí una tirada de cuarenta páginas de algo que no sabía muy bien qué era. Y después, de a poco, fui agregando, fui viendo, fui trabajando los detalles. Hasta que -finalmente- alcanzó mayor tamaño, más cuerpo, mayor textura y adquirió cierta vitalidad.

CP: ¿Y ya sabías cuántos personajes ibas a utilizar?

CG: Conocía a ciertos personajes, pero en general se fueron presentando a medida que escribía. Nunca es demasiado premeditado. Tampoco creo en eso que, por ejemplo, una profesora observó en Cortázar: presuntamente, aunque sus cuentos estuvieran en tercera persona, en el fondo siempre estaban escritos en primera. Esas cosas a algunos profesores les parecen bárbaras, pero no tiene nada que ver con nada. Únicamente con que siempre resulta más fácil clasificar. Por ejemplo: la gente es blanca, negra o amarilla. ¿Vos viste alguna persona amarilla? Y la gente que llamamos blanca no es blanca. Hay una gama mucho más amplia. Y con esto pasa lo mismo. Yo entiendo que a veces, para conocer, debemos clasificar un poco; pero no hay que tomar muy en serio esas cosas. Los clichés del tipo "todos los cuentos hay que escribirlos en primera persona" o "un buen cuento no debe abarcar más de diez páginas" configuran una especie de estética estalinista que a ciertos burócratas les viene bien. Pero uno no puede definir de ese modo. Las reglas están cambiando continuamente. Hay un desafío constante.

CP: ¿En qué sentido cambió tu manera de trabajar a lo largo de los años?

CG: Creo que soy un poco más llano, menos pomposo.

CP: ¿A quiénes nombrarías como antecesores literarios, aquellos de los que más aprendiste?

CG: Mucha gente. Es difícil saberlo. Hay autores que te gustan mucho y no te influyen. Y otros que no te gustan tanto y te influyen. Entre nuestros cuentistas, me gustaron y me siguen gustando Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Julio Cortázar. Y después hay una larga lista de favoritos que va desde Akutagawa hasta Clive Barker. Es muy difícil enumerar a todos. Además, uno continuamente se encuentra con nuevos. A pesar de lo que se cree, no hay escasez de talento.

CP: Al escribir, ¿alguna vez notaste estar bajo la influencia de algo que estuvieras leyendo en ese momento?

CG: Calculo que sí, ¡a quién no le pasa! El problema es cuando uno se parece demasiado. Digamos, todo libro está firmado por un autor; pero, en realidad, la obra pertenece a muchas personas. Desde gente que lo leyó, hasta un amigo o familiar que de alguna manera participó en el libro. A veces el autor lo que hizo fue mediar. Ningún libro fue escrito por una sola persona.

CP: ¿Podés recordar el momento exacto en que decidiste convertirte en escritor?

CG: Nunca decidí ser escritor. Empecé a escribir y aquí estamos. No fue una decisión tan consciente. No es como cuando uno dice "voy a ser médico" o "dentista" y sigue tal o cual carrera. Aunque supongo que los médicos también comprenden a lo largo del tiempo que van aprendiendo con cada paciente.

CP: ¿Y a qué edad empezaste a escribir?

CG: En la adolescencia: un profesor de inglés me pidió una composición, y yo terminé escribiendo una historia como de veinte páginas. El profesor se quedó encantado, pero me hizo todas las correcciones pertinentes a mi inglés de ese momento.

CP: ¿Y por qué optaste por la traducción como carrera?

CG: Hay algo fascinante en el desafío de pasar un libro de una lengua a otra. Es un proceso bastante curioso. A veces uno piensa: "Esto es intraducible". Sin embargo, siempre algo se sostiene. Aparte, hay un interés todavía más universal: las grandes culturas tienen que ver con la traducción. En cierta forma, el Renacimiento se originó gracias a la traducción: la nueva visita al mundo antiguo -con la obligación implícita de traducir los clásicos griegos y latinos- alimentó una nueva visión de las cosas. Es decir, en los grandes estallidos culturales siempre está presente la traducción. Para mí no es casual que grandes escritores como Octavio Paz o Julio Cortázar le hayan dedicado tanto tiempo.

CP: ¿En qué medida influye tu trabajo de traductor en tus cuentos y en tus novelas?

CG: Es un poco la idea de Mallarmé… las lenguas son imperfectas y cada cual completa algo que no está en la otra. Por ejemplo, el soneto, que ha tenido una expresión bastante excelsa en español, es importado de Italia. Ahí se ve cómo un fenómeno de traducción inserta en una cultura algo nuevo, desconocido hasta entonces. Y el soneto, en inglés, tomó dos formas distintas: una copió la rima y la estructura tal como venía del italiano; la otra, la más corriente, la que usó Shakespeare, es totalmente distinta: la misma cantidad de versos, sí, pero en lugar de dos cuartetos y dos tercetos son tres cuartetos y al final un dístico que actúa como remate. Por eso, como te digo, para mí nada es exclusivo de ninguna cultura.

CP: A veces dicen que un cuentista es un mentiroso ¿Qué opinás de eso?

CG: A muchos les gusta decir eso. Y en cierto modo es así. Pero por lo menos son mentiras honestas: los libros se publican como ficción, a diferencia del periodismo -aunque hay cierta clase de periodismo que debería llevar ese rótulo. Además, la ficción es una forma de mentira que busca la verdad. No una verdad literal, sino un tipo de verdad bastante curiosa que a veces una novela logra, y no logra un libro de historia o una biografía que trabaja con datos reales. Bueno... un poco eso es el arte, por eso ejercemos la imaginación. Además, creo que hay una parte de la estructura mental humana que necesita de los relatos. Y lo que hace la narrativa es responder a esa necesidad profesionalmente. La ciencia también lo hace, también propone relatos. Claro que es distinto: es una historia articulada sobre hechos que se van descubriendo. Y cada nuevo descubrimiento recompone toda esa historia. Cada vez que se encuentra un nuevo fósil, la historia de la evolución cambia un poco: se modifica totalmente, o se confirma lo que se suponía antes. Por eso te digo, hay una necesidad de que nos cuenten historias. Y no es una necesidad literaria. Es una necesidad humana mucho más profunda.

CP: Y entonces, ¿cuál es la diferencia entre los relatos que propone la historia y los relatos que propone la narrativa?

CG: Cuando uno lee "El pozo y el péndulo" de Poe hay una verdad acerca del terror y del miedo que queda iluminada. Sería muy difícil lograr el mismo efecto si alguien simplemente contara las vicisitudes de una víctima de la Inquisición. La narrativa lo hace mucho más real.

CP: ¿Cuál considerás la mejor formación intelectual para un escritor en potencia?

CG: La única es trabajar, no hay otra. Hablando en un sentido técnico, no deben creer en la espontaneidad. No deben creer que lo que escribieron es genial. Seguramente para eso falta mucho. Y hay que trabajar, revisar. Esto parece una perogrullada, pero lamentablemente hay mucha gente que fomenta lo contrario, pensando -por ejemplo- que un poema no se toca. Y esto revela una tremenda ignorancia. A nadie se le puede ocurrir que Garcilaso, San Juan de la Cruz o T. S. Eliot escribieron "espontáneamente" lo que escribieron. Por otro lado, lo que llamamos revisión no es más que varios aspectos de nuestra persona viendo el texto en distintas etapas. No es otra cosa.

CP: ¿Qué lecturas les recomendarías a los primerizos?

CG: Les recomendaría que leyeran Cartas a un joven poeta de R. M. Rilke, un libro maravillosamente sencillo. Son consejos muy especiales, poco "literarios": hay una dimensión espiritual que el escritor -o el aspirante a escritor- no debe olvidar, porque es lo único que lo va a sostener a lo largo del camino. No lo van a sostener ni estar en la lista de best sellers, ni la palmada de los amigos.

CP: ¿Imaginás algún lector ideal para tus libros?

CG: No, no imagino lectores ideales. No hay lectores ideales, e imaginarlos me parece un poco narcisista. ¿Quién es uno para imaginar el lector ideal para sus libros? Los libros tienen una vida propia, los lectores tienen una vida propia. Y en algún momento se encuentran y se produce un diálogo (del que uno ni se entera). Y, en definitiva, todo el proceso de escribir lleva a la perfección de ese diálogo. Uno no lo puede imponer. Hay que creer en la libertad de la gente. Si un escritor se plantea ese tipo de cosas, en el fondo lo que está diciendo es: el lector ideal de mí mismo sería yo mismo. Escribir es un acto común. Es un acto colectivo aunque uno lo haga en privado.

CP: ¿Y qué sentiste cuando leyeron tus textos por primera vez?

CG: Hay una mezcla de emociones. Desde inflársete el ego -una especie de vanidad- hasta una especie de vergüenza. Como desnudarse en público. Después deja de ser incómodo y se convierte en un diálogo. Y el acto de escribir se concreta. Es algo muy íntimo que empieza en un rincón de la mente, se traduce en el lenguaje escrito y después se expande: pasa a un montón de gente, incluso a otras lenguas. Sale del corsé que tenía y adquiere otras connotaciones. Es una explosión. Por eso no creo en "lectores ideales". Publicar es, en el sentido más propio, un afán de compartir, un acto de comunión.

CP: Una última pregunta: en tus cuentos la muerte está muy presente ¿Por qué?

CG: Es parte de nuestro proceso. No podemos entendernos como seres inmortales. Tenemos esa limitación. Y uno trata de entender la muerte para entender la vida. La muerte es tan misteriosa como el nacimiento.

 

Si desea leer una entrevista a Carlos Gardini respecto de su última novela publicada, El Libro de la Tribu, haga click aquí.

 

 

Semblanza

Carlos Gardini nació y vive en Buenos Aires, Argentina. Es autor de varias obras de narrativa, entre ellas Mi cerebro animal, Primera línea, Sinfonía Cero, Juegos malabares y Cuentos de Vendavalia. En enero de 2001 la editorial Equipo Sirius de Madrid reeditó su novela El Libro de la Tierra Negra (Premio Axxón 1991, Premio Más Allá 1992), que este año será publicada por Mondadori Editore en versión italiana de Raul Schenardi.

En 1982 su cuento "Primera línea" ganó el premio Círculo de Lectores. Su novela corta Los ojos de un Dios en celo obtuvo el Premio UPC 1996. En 1998 su cuento "Timbuctú" obtuvo en España el Premio Ignotus a Mejor Cuento Extranjero. La revista literaria The Barcelona Review ha publicado un par de cuentos, "Éxtasis" y "África en el horizonte", en castellano y en traducción inglesa de Graham Thomson. La revista Delos ha publicado "Primera línea" en traducción italiana de Raul Schenardi.

Recientemente, con El Libro de las Voces, ganó el Premio UPC 2001.

 

 

 

Carlos Gardini

Los pescadores de ojos

 

No sabemos si realmente son ojos, pero vivimos bajo su mirada y nos alimentamos de su mirada. En Puerto Ángeles los ojos están presentes en todas partes: en el timón que adorna el Bar y Restaurante El Timón, en el arco de entrada del Muelle de los Pescadores, en la puerta del Mercado de Artesanías, en los carteles que indican cómo llegar al faro, al puerto y a Playa Blanca. Fuera de nuestra ciudad pagan fortunas por ellos, y algunos turistas se empecinan en comprarlos aquí a precio de ganga. Lo único que consiguen es aceptar los ojos como objetos comunes, ordinarios. En cierto modo es lo que buscaban.

Los turistas son nuestros enemigos. Por eso los tratamos amablemente, ofreciéndoles una versión pintoresca y aburrida de nuestra ciudad. Inevitablemente observan que no es una ciudad sino un pueblo. Conocemos de memoria los argumentos: que somos pocos habitantes, que no figuramos en los mapas, que las guías de turismo no nos mencionan, que ningún político prestigioso nos visita durante las campañas electorales nacionales, que la iglesia apenas se preocupa por nuestro párroco, que nuestro intendente pertenece a un partido vecinal desconocido en el resto de la provincia, que no contamos con ninguna expresión cultural distintiva. No nos molestamos en rebatirlos. Mientras un político prestigioso envenena el resto del país con su mediocridad, nuestro intendente protege nuestra tradición y nuestro bienestar. Mientras los burócratas de la iglesia urden sus intrigas, nuestro humilde párroco se preocupa por nuestra salud espiritual. Mientras la capital admira libros torpes e indigestos, nosotros cultivamos el refinado arte de la crónica. Respetamos nuestras tradiciones, respetamos nuestras palabras. Hace más de un siglo nuestra carta de fundación estableció claramente que "por esta ordenanza se funda y constituye la ciudad de Puerto Ángeles". El busto que se yergue en la plaza central representa al "capitán Eusebio Ángeles, que dio la vida por la fundación de esta ciudad". Los forasteros no entienden nuestras palabras, aunque crean que usan las mismas que nosotros. Ni siquiera saben lo que dicen cuando hablan de los pescadores de ojos.

 

Nunca discutimos estos temas con los turistas. No nos interesa avivar la polémica sino desalentar las visitas. Nuestra amabilidad es sólo una concesión al lugar común que pretende que somos amables. Muchos visitantes de la capital comentan previsiblemente que la gente del campo es más hospitalaria. Nosotros sonreímos, aunque no somos del campo sino de una ciudad que pertenece al mar. Los turistas elogian nuestra cordialidad, aunque la consideran un síntoma de retardo mental y apenas la soportan. Nuestro pintoresquismo es obtuso y redundante. Nuestras grandes atracciones son insulsas. Nuestro Museo del Mar contiene caracoles, redes de pesca, un tiburón embalsamado de tamaño mediano ("pescado en 1933"), el espinazo de una ballena ("encallada en 1944"), un equipo de buceo ("Royal Navy") y una barca exactamente igual a las que se ven frente a nuestra costa. ¿Quién se molestaría en viajar para visitarlo?

No queremos turistas, no queremos viajeros, no queremos desterrados del mundo que vengan en busca de tranquilidad. No queremos extraños que se casen con nuestras hijas ni con nuestras viudas. Los toleramos para no llamar la atención, pero nuestra tolerancia es una forma de resistencia. El rumor, la fábula y la leyenda nos protegen. Si el mundo nos ignora, es porque nosotros contribuimos a esa ignorancia. El capitán Eusebio Ángeles dio la vida para arrebatar nuestro tesoro a los indios. Nosotros protegemos ese tesoro, y el mundo lo compra ávidamente. De Houston a Amsterdam, de Barcelona a Kuala Lumpur, el mundo está bajo la mirada de nuestros ojos. El mundo nos pertenece, y ni siquiera nos interesa.

 

Como todos los varones de nuestra ciudad, me inicié en la pesca de ojos en la adolescencia, una noche de luna llena. Los Hijos del Mar sólo emergen con la luna llena, aunque yo entonces no lo sabía. En cierto modo, era tan ignorante como un forastero. En Puerto Ángeles todos nacemos forasteros. Cuando veo jugar a mi hijo, envidio esa ignorancia, aunque no la consideraba envidiable cuando yo tenía su edad. Entonces sólo esperaba una revelación.

Esa medianoche mi padre me llevó a Playa Blanca. Ahí estaban reunidos los pescadores de nuestra ciudad. Muchos de ellos, como mi padre, habían asistido con sus hijos novatos. No había mujeres. Vi a varios amigos de mi edad, e intentamos darnos valor con risas o sonrisas. La mirada severa de los mayores pronto nos disuadió de hacer morisquetas. Los mayores sacaron sus herramientas de la bolsa: guantes gruesos, un palo de madera, botas. Los padres de los novatos llevaban una bolsa adicional, y la entregaron solemnemente a sus hijos. Abrí la mía. Sin decir una palabra, imité a mi padre: me puse los guantes y las botas, empuñé el palo. Después todos formamos una ancha medialuna en la playa, mirando el mar. El claro de luna parpadeaba sobre el agua negra.

Ningún novato sabía de qué se trataba. Nuestros padres no nos habían explicado nada. Después comprenderíamos que era importante que ninguno conociera el secreto antes que los demás. Era importante que nadie sintiera la tentación de revelarlo. Después de esa noche, no sentiríamos esa tentación. Nadie quería hablar de esas cosas con gente que no sabía nada sobre ellas.

 

Sabíamos que la ciudad vivía de la pesca de ojos, pero nunca habíamos visto cómo se pescaban. Habíamos oído algunos rumores, y habíamos inventado otros. Los rumores, las fábulas y las leyendas eran nuestro alimento. Nos alimentábamos de mentiras.

Esperábamos que alguna vez esas mentiras fueran verdades y nuestra vida fuera menos insípida. No lo sabíamos, pero cada generación había hecho lo mismo. Cada generación volvía a contar las mismas historias para enriquecerlas. No éramos la excepción, aunque creyéramos lo contrario.

Contábamos la historia del amante despechado que había saltado del faro para suicidarse. Contábamos la historia del barco que traía un circo a bordo y había naufragado frente a la costa. Contábamos la historia de los muertos que de noche huían del cementerio para ir a nadar al mar. Competíamos para inventar una versión más truculenta que las anteriores. El amante que había saltado del faro no sólo se había despedazado contra las rocas: al caer se había arrancado un brazo, y se había pasado toda la noche buscándolo en el agua, aullando de dolor, tragando su propia sangre hasta ahogarse. El barco que traía un circo a bordo no sólo había naufragado dejando extraños restos -trajes de lentejuelas, látigos, cajas de maquillaje, bonetes de payaso- que llegaron flotando a nuestras playas: fieras hambrientas habían llegado a nado a Puerto Ángeles; leones y tigres habían devorado a niños y ancianos indefensos; elefantes pintarrajeados habían pisoteado el Bar y Restaurante El Timón; chimpancés amaestrados habían matado gente a balazos. Los muertos que huían del cementerio no sólo eran fantasmas nostálgicos, discretos e incorpóreos: reptaban por la arena deshaciéndose en jirones de carne, y al llegar al mar se disolvían como si se zambulleran en ácido, aunque conservaban los ojos intactos, ojos duros como madreperla. Esas exageraciones nos tranquilizaban, nos aseguraban que en nuestra vida chata y tediosa se cumpliría la promesa del espanto, y el espanto era el atisbo de un nuevo horizonte. No soñábamos con el amor. En Puerto Ángeles, el amor está subordinado estrictamente a las exigencias familiares. Aunque contábamos la historia del faro, nunca entendimos que un amante despechado se suicidara. Nos apasionaban sus mutilaciones, no sus emociones.
También contábamos historias sobre la pesca de ojos. Los ojos de los Hijos del Mar no se pescaban frente a la costa, con barcas y redes. Nuestros padres buceaban hasta el fondo para conseguirlos; más aún, allí el fondo era más profundo que en todo el Atlántico y la presión amenazaba con reventarles los pulmones; más aún, debían pelear contra monstruos ciegos y escamosos que usaban esos ojos para ver en las tenebrosas profundidades; más aún, nuestros padres arrastraban a los Hijos del Mar hasta la costa, donde los mataban a garrotazos; más aún, los monstruos escamosos nadaban en busca de venganza hasta Playa Blanca, donde los pescadores los exterminaban en una batalla campal y los asaban en una inmensa fogata.

Esa medianoche, mientras esperábamos en Playa Blanca, imitando servilmente el gesto adusto de nuestros mayores, nos avergonzamos de esas historias pueriles. Aspiramos con solemnidad el aire salado, la penetrante humedad, el fulgor de la luna. Nuestros cuerpos se blanquearon por dentro y la blancura tiñó nuestra mirada. Los colores se desvanecieron. Sólo quedó esa negrura voraz y ondulante donde palpitaban las cristalinas astillas del claro de luna. Fijamos la mirada en esas astillas. Poco a poco se expandieron, se diluyeron, fueron menos cristalinas y más líquidas. Ya no palpitaban sobre el agua sino sobre manchas lustrosas (¿lomos, cabezas, aletas, tentáculos?) que se mecían en las olas. Las manchas llegaban rodando por la espuma y se erguían en la arena. Se sacudían el agua y los vibrantes reflejos del claro de luna caían en la costa, un traje abandonado.

¡Los Hijos del Mar!

Caminaban o reptaban cargando con esas protuberancias nacaradas que llamábamos ojos. Los cazadores acariciaban los garrotes con los guantes, raspaban la arena con las botas. Miré atentamente a mi padre y lo imité. Acaricié el garrote, raspé la arena. Al mismo tiempo trataba de observar a las criaturas, de distinguir los detalles de su contorno ondulante, líquido pero macizo.

Mi padre se quedó quieto. Yo imité su repentina inmovilidad. La fila delantera de cazadores avanzó hacia los Hijos del Mar. Fila tras fila, todos avanzamos. Oí un golpe seco y esponjoso, un jadeo estrangulado. Mi padre había tumbado una de las criaturas. El golpe y el jadeo se repitieron alrededor, se perdieron en el susurro helado del viento. Golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo: esa húmeda percusión marcaba el ritmo de una viscosa melodía. Seguí a mi padre y busqué a un Hijo del Mar. Sentí la tentación de hablarle, pero no me dejé tentar. Le pegué con todas mis fuerzas. Mi presa cayó, rodó o se desmoronó. Resopló, chilló o suspiró. Sudó, sangró o goteó. Seguí avanzando, chapoteando entre sus viscosos restos. Golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo: sólo paré al llegar a la costa, cuando mis botas dejaron de chapotear en esa masa gelatinosa y pisaron la crujiente negrura del mar. El viento me mordía la cara, la transpiración se escarchaba bajo mi impermeable.

Miré hacia atrás. Mi padre ya había emprendido el regreso. Lo seguí. Todos abandonamos la playa, nos sentamos en la costanera a fumar cigarrillos. Sin mirar el mar, esperamos la madrugada. Nadie dijo una palabra. La marea subió y bajó. En la playa sólo quedaron los ojos. Descendimos a la playa, guardamos los ojos en bolsas y los llevamos al depósito. Al día siguiente se los entregamos a las Madres Labradoras.

Mis amigos y yo nunca más nos juntamos en la playa para contar historias truculentas. Nos reuníamos en el Bar y Restaurante El Timón, donde bebíamos en silencio o hablábamos de la familia. Ahora, cuando comulgábamos los domingos, la hostia tenía sabor y textura de cartílago. Antes dudábamos. Ahora sabíamos que realmente comíamos un cuerpo.

 

En Puerto Ángeles abundan las historias pintorescas. Se cuenta que en el campo aún viven los descendientes de los leones, elefantes y jirafas que llegaron aquí cuando naufragó el barco que traía un circo. Se cuenta que esa cuña oxidada que a veces asoma sobre la espuma es el mástil de un acorazado alemán hundido. Se cuenta que en una gruta descansan los restos de comandos ingleses que intentaron desembarcar durante la guerra del Atlántico Sur y fueron liquidados a garrotazos por nuestros pescadores de ojos. Los turistas escuchan estas historias con curiosidad, pero pronto se impacientan. El barco donde naufragó el circo -declara el dueño del Bar y Restaurante El Timón- era en realidad el arca de Noé, que se extravió y erró por los mares durante milenios. En el acorazado alemán -declaran los artesanos del Mercado de Artesanías- viajaba el mismo Adolf Hitler, que huyó a nado y aún vive escondido en el sur, planeando el Cuarto Reich. Entre los comandos ingleses -declaran los pescadores del muelle- había jóvenes de la nobleza y la realeza, enviados por sus familias para templarlos contra la molicie, y la Corona británica nos ofrece grandes sumas por sus efectos personales. Los turistas intentan reírse, pero nuestra seriedad los intimida. Nuestra seriedad es convincente. Nos alimentamos de leyendas desde la niñez. La mentira es nuestra verdad.

Pero no les mentimos al decir que en la ciudad no vendemos ojos auténticos. Como no confían en nosotros, compran esperanzadamente nuestras baratijas: virgencitas apoyadas en ojos de cristal, llaveros con ojos de plástico, ceniceros con ojos de fantasía, ojos de vidrio en cuyo interior hay un barquito hecho de escarbadientes, con una placa de carey que dice Recuerdo de Puerto Ángeles.

Estas burdas artesanías nos enorgullecen. Contribuyen a urdir una historia: la historia de un pueblito con pretensiones de ciudad, de gente tosca pero hospitalaria que vive de la pesca de ojos y es inepta para los negocios. Es tan inepta que ni siquiera miente para alabar las cualidades de la zona y recomienda con ingenuo entusiasmo otras localidades de la costa: por el buceo, por el avistamiento de ballenas, por la playa, por la pesca, por los casinos, por los acuarios. El único hotel del pueblo es el Bar y Restaurante El Timón, que tiene un par de habitaciones en el primer piso. No hay cajeros automáticos. Hay un solo teléfono público. Los negocios no aceptan tarjetas. Los comerciantes nunca tienen cambio.

Esa es la historia que oyen los forasteros. No sólo los turistas, los viajantes y los reporteros, sino los habitantes de otros pueblos de las cercanías, que nos consideran un poco raros: nuestras mascotas no son perros ni gatos, sino chimpancés cuyos antepasados escaparon del barco donde naufragó el circo donde venían; nuestras hijas no quieren ir a trabajar en la capital; nuestros muertos no se resignan a quedarse en el cementerio. Explican nuestra rareza por nuestro cosmopolitismo: descendemos de una tribu tehuelche, de refugiados alemanes, de pastores vascos, de pescadores sicilianos, de holandeses amish, de brasileños de origen japonés.

Hasta el día en que nos iniciaron como cazadores, veíamos Puerto Ángeles como la veía la gente de las inmediaciones. Ese día no sólo aprendimos a cazar sino que descubrimos una ciudad secreta, la Ciudad de los Cazadores. No nos habían dado explicaciones, y no las necesitábamos. Entendimos muy bien por qué esa ciudad era secreta. No queríamos entrometidos. No queríamos científicos extranjeros que vinieran a analizar a los Hijos del Mar. No queríamos historiadores del arte que vinieran a estudiar a las Madres Labradoras. No queríamos turistas que fotografiaran nuestras reuniones. No queríamos militantes de Greenpeace que protestaran contra nuestras cacerías. La ciudad secreta estaba a un paso de la otra, pero sólo los hijos de la ciudad podíamos dar ese paso, y sólo en el momento oportuno.

 

Amamos nuestras burdas artesanías porque son el contrapunto de la exquisita maestría de las Madres Labradoras. El arte es una actividad infame que exalta la vanidad y la egolatría. Las Madres Labradoras son la excepción. Tallan los ojos pacientemente, durante meses. No cincelan formas caprichosas, sino que respetan la sutileza de cada nervadura y protuberancia. Cada ojo de los Hijos del Mar tiene su propia mirada. Las Madres han creado un arte singular porque obedecen la singular mirada de cada ojo. Más aún, el arte de las Labradoras consiste en revelar esta singularidad al limitado ojo humano: los delicados ojos de los Hijos del Mar enseñan a los toscos ojos humanos el arte de la mirada. La lenta labor de varios meses, dicen las Madres, produce un mapa del alma, y ese mapa se debe trazar con el apasionamiento objetivo de un cartógrafo. Aunque ellas se limitan a seguir el contorno de las nervaduras y protuberancias, ese contorno se presta a leves interpretaciones. ¿Cuántas alteraciones podría producir una cinceladura más fina, una acanaladura más honda? ¿Cuántas luces o sombras se podrían liberar o apresar con un trazo más sutil o más exagerado? Las Madres Labradoras no se dejan tentar por el romanticismo. Cada ojo, que inicialmente tiene el tamaño de una cabeza humana, queda reducido al tamaño de un puño. Este lacónico resultado no expresa sentimientos personales, sino la naturaleza intrínseca del ojo. La talla resalta su blancura o su transparencia, su pétrea solidez o su acuosa blandura. Cada ojo habla con su propia voz, no con la voz de las Madres.

Sabemos que ningún comprador adquiere más de un ojo. Nadie soporta la mirada de más de un ojo si no se ha criado en nuestra tradición, así que nadie los colecciona. Sabemos estas cosas con precisión. En nuestro pueblito pintoresco, que tiene un solo hotel y un solo teléfono público, seguimos obsesivamente la trayectoria de nuestros productos. Leemos The Economist. Miramos los canales financieros en la tv satelital. Consultamos las páginas bursátiles de Internet. A veces fingimos asombrarnos de que un químico no haya analizado los ojos, de que un inversor no desee acapararlos, de que los biólogos evolucionistas les presten menos atención que a un fósil patético como el Pikaia. Fingimos asombrarnos porque nos gusta fingir, porque la farsa es nuestro alimento. Pero sabemos muy bien que los ojos se resisten a estas trivialidades. Para enseñarnos el arte de la mirada, ocultan un aspecto de sí mismos. Los joyeros se niegan a considerarlos gemas auténticas. Los museos de arte y de ciencias naturales se niegan a exponerlos. Los científicos se niegan a estudiarlos. El poder de los ojos se suma al poder de nuestra historia, la historia que sirve para ocultar el corazón secreto de Puerto Ángeles. Ambos poderes son uno y el mismo. Somos, involuntariamente, el centro del mundo.

Cuando el cliente de Buenos Aires, París, Tokio o Ciudad del Cabo se detiene frente a una vidriera para mirar un ojo, no ve el producto pintoresco de una perdida ciudad del sur. Ve el ojo en toda su pureza. No le importan el origen del ojo ni las anécdotas de pescadores. Sólo le interesa encontrar, al fin, una mirada recíproca. Algunos descubren la felicidad, otros se suicidan. Los menos sensibles, los que se empeñan en venir a Puerto Ángeles para comprar los ojos en su lugar de origen, sólo descubren una muralla: un pueblo de gente inepta y hospitalaria que vende baratijas en el Mercado de Artesanías. Ni siquiera distinguen los ojos auténticos que los observan por todas partes: los ojos que exponemos en el timón que adorna el Bar y Restaurante El Timón, en el arco de entrada del muelle de los pescadores, en la puerta del Mercado de Artesanías, en los carteles que indican cómo llegar al faro, al puerto y a Playa Blanca. Todos ellos son genuinos ojos de los Hijos del Mar tallados por las pacientes Madres Labradoras. Las Madres han donado esta expresión suprema de su arte a los lugares que mejor encubren nuestra verdad.

 

Vivimos bajo su mirada y nos alimentamos de su mirada, pero no sabemos si realmente son ojos. Esta ignorancia tiene un precio. El día en que nos iniciamos como cazadores, aceptamos este precio sin saber lo que pagábamos. Todos sentimos la emoción, la exaltación, la euforia de descubrir que bastaba dar un paso para descubrir un nuevo horizonte. Pero también sentimos la angustia de una contradicción.

La promesa del espanto se había cumplido, pero el espanto dejó de fascinarnos. El recuerdo del sordo redoble de la cacería -golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo- nos desvelaba por la noche.

También nos desvelaban los interrogantes.

¿Qué eran los Hijos del Mar? ¿Por qué acudían regularmente a Playa Blanca? Un fenómeno similar a la migración de los pájaros, decían algunos. O de las ballenas, sugerían otros, insinuando que los Hijos del Mar eran inteligentes. Ninguna especie inteligente, les replicaban, acudiría dócilmente a Playa Blanca para dejarse exterminar a garrotazos, luna llena tras luna llena. Algas, aventuraban algunos. Algas, resoplaban los otros. ¡Algas que nadaban, reptaban, caminaban! Y si eran animales, si eran inteligentes, ¿por qué no huían, por qué no se defendían, por qué no se vengaban? Ah, quizá se vengaban, pero no lo sabíamos.

¿Y qué eran los ojos? ¿Excrecencias como las perlas? ¿Cristales exóticos? ¿Construcciones artificiales que alguien nos enviaba desde el mar como un regalo, incrustadas en estas criaturas obtusas? Algunos juraban que durante la matanza los ojos relucían con la humedad de la vida y miraban a los cazadores implorando piedad. ¿La humedad de la vida? Quizá no, pero sabíamos que no estaban muertos: vivíamos bajo su mirada y nos alimentábamos de su mirada.

¿Y por qué desaparecían los cuerpos de los Hijos del Mar? ¿El mar los disolvía? ¿Cómo era posible? Instantes atrás esos mismos cuerpos nadaban en ese mismo mar. Ah, quizá la muerte les quitaba una propiedad que los protegía de la acción disolvente del agua…

Jamás traicionaría a nuestra ciudad. Ninguno de nosotros la traicionaría. Si consigné todas estas preguntas por escrito, si las confié a mi diario, no fue con la intención de romper mi silencio. Una y otra vez quemé mis mis apuntes y mis notas para no dejarme tentar por la indiscreción. No me dejé tentar, pero una y otra vez volví a escribir las mismas preguntas, las mismas reflexiones, las mismas observaciones. Las llevaba siempre conmigo, por temor a que mi familia las descubriera.

Una medianoche de luna nueva bajé con mis apuntes a Playa Blanca. Me encontré con varios cazadores conocidos, como si nos hubiéramos dado cita. Sin decir una palabra, formamos un círculo en la arena fría. Uno por uno sacamos nuestros diarios, cuadernos y anotaciones. Cada cual ansiaba confesar su culpa. Comprendimos con alivio que todos éramos culpables. Todos se habían hecho las mismas preguntas.

Éramos culpables, pero obrábamos de buena fe. No pensábamos revelar estos secretos a ningún forastero, a ningún reportero, a ningún intruso. Necesitábamos saber, y no sólo por curiosidad. Temíamos que el silencio que nos protegía de la intromisión externa atentara contra nuestra existencia. Defendíamos nuestras tradiciones, pero estos interrogantes también eran una tradición. Varias generaciones se habían hecho las mismas preguntas. No todos los que estábamos esa noche en la playa éramos jóvenes. ¿Cómo podía subsistir la ciudad secreta si nadie daba testimonio?

Nuevamente sentí la emoción, la exaltación, la euforia de descubrir un nuevo horizonte. Pronto sentí la angustia de otra contradicción. Había dado un nuevo paso y había entrado en una nueva ciudad, la Ciudad de los Testigos. Pero mi padre, que me había legado su oficio, no estaba en ella.

 

Me resigné a esa pérdida. Nuestra reunión en Playa Blanca era otra ceremonia inducida, otra iniciación. Y mi culpa se alivió cuando supe que la Ciudad de los Testigos era tan devota de la conservación de nuestros secretos que había inventado un idioma propio para resguardarlos. Los nuevos lo aprendimos pronto, y aprendimos a contar en ese idioma nuestro testimonio, a cultivar el refinado arte de la crónica. El arte de la crónica, pensé, era una consecuencia natural del arte de la mirada. Lo refinamos aún más, memorizando las crónicas para no usar papeles que revelaran nuestro secreto a los intrusos. Pero la memoria se prestaba a cambios y distorsiones. ¿Cómo podíamos impedir que nuestro idioma inventado evolucionara, que se enriqueciera indebidamente con los matices de la apreciación subjetiva? ¿Y qué sucedería si una calamidad arrasaba la Ciudad de los Testigos? Aunque fuera improbable, nos debíamos a nuestra tradición. Si algo nos pasaba, si nos barría una peste, ¿quién adivinaría que un sefilio era un Hijo del Mar, que un eidetoder era un cazador de ojos, que una urdmuter era una Madre Labradora? Era preciso contar con una referencia que protegiera la integridad de nuestro idioma secreto. Es preciso, sugirió alguien, tener una ciudadela que resguarde la Ciudad de los Testigos. Y así algunos escogidos nos iniciamos en una nueva tradición, y entramos en la Ciudad de los Referentes.

Cuando veo jugar a mi hijo, no me dejo tentar por la idea de contarle estas historias, que sólo se deben narrar en el elevado ámbito del arte de la crónica. ¿De qué le serviría, además, saber que alguna vez extrañará los rumores y fábulas que ahora inventa con esperanza? ¿De qué le serviría saber que alguna vez se preguntará obsesivamente a qué ciudades clandestinas pertenecen su madre, su familia, sus amigos? ¿De qué le serviría saber que tendrá la certeza de que todos le mienten?

El capitán Eusebio Ángeles sacrificó su vida para arrebatar nuestro tesoro a los indios, y cada una de nuestras ciudades secretas contribuye a protegerlo. Si mentimos y engañamos, es para cuidar nuestra tradición. La tradición es el cimiento común de estas ciudades concéntricas. Ningún forastero podrá penetrar estos círculos que son impenetrables aun para muchos de nosotros.

Nuestra tradición está a salvo.

Nuestro modo de vida está a salvo.

Nuestra riqueza está a salvo.

 

Me repito estas palabras, pero me incomoda saber que frente a Puerto Ángeles somos tan ignorantes como esos turistas que engañamos con nuestra simplicidad, como esos vecinos de otros pueblos que se ríen de nuestra idiosincracia. ¿Esos pueblos serán como pensamos? ¿O cultivarán alguna forma aún más artera del arte de la crónica?

El poder de los ojos y el poder de la crónica son uno y el mismo. Pero, una vez más, ¿qué son estas criaturas? ¿Qué hacían con ellos los indios que habitaban la zona antes de la llegada del capitán Eusebio Ángeles? La gente de nuestra ciudad que tiene sangre india no lo recuerda, aunque tal vez mienta para proteger su propio secreto, su propia ciudad. ¿Y alguien los ha visto en otros sitios? Nuestros descendientes de alemanes, galeses e italianos tampoco recuerdan, aunque tal vez mientan para proteger un secreto que les legaron sus padres y abuelos.

¿Y cómo saber si la Ciudad de los Testigos, donde estamos los que narramos, analizamos y describimos nuestra experiencia en crónicas escritas, no contiene una Ciudad de los Pintores, una Ciudad de los Dibujantes, una Ciudad de los Fotógrafos, donde intentan descubrir por medios gráficos la forma elusiva de estas criaturas? En la Ciudad de los Referentes, algunos custodios del idioma inventado en que narramos nuestras historias hemos entrado en la Ciudad de los Codificadores, donde protegemos la integridad de ese idioma en otro idioma inventado. ¿Cuántas ciudades secretas hay dentro de cada ciudad? ¿Cuántas ciudades secretas hay dentro de mí mismo? ¿Qué esperan de mí sus habitantes? ¿Habrá una Ciudad de los Ojos donde podremos descubrir, al fin, una mirada recíproca?

Cada luna llena nos entregamos con fervor al ritmo del golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo. El recuerdo de esta música nos desvela de noche, pero da tregua a nuestras preguntas. El espanto es una rutina adormecedora.

 

Cuando haya muerto, ¿me arrastraré desde el cementerio hasta el mar, perdiendo partes de mi cuerpo putrefacto para alcanzar la pureza del agua? ¿Me sumergiré hasta encontrar la perfección de una mirada líquida e inmensa? ¿Regresaré a Playa Blanca una noche de luna llena, para ser cazado en una apoteosis de blancura? ¿Habré triunfado entonces, cuando las Madres Labradoras me entreguen a una maciza eternidad de nervaduras y protuberancias cinceladas?

Conservo una foto de mi adolescencia que nunca le mostré a nadie. En esa época de ingenuidad e ignorancia, nos reuníamos en la playa casi todas las noches, salvo las noches de luna llena. Encendíamos fogatas frente al mar y contábamos nuestras historias truculentas. Para sentirnos mayores, bebíamos cerveza a escondidas, creyendo que los mayores no lo sabían. La foto que conservo se tomó una de esas noches, poco antes de mi iniciación en la pesca de ojos.

Un grupo de muchachos esmirriados enfrenta la cámara. Desafiamos la estéril mirada de esa máquina con una risueña y desgarbada altanería que sólo oculta nuestra timidez. Guardo esa foto como un recuerdo, pero no sé qué quiero recordar. Ya no reconozco a mis amigos, ya no me reconozco a mí mismo. No sé quién es quién. Hay un destello en los ojos de todos, y ese destello es lo único que reconozco, pero sólo lo identifico ahora que ha pasado el tiempo. Antes creía que era el reflejo del flash, o el reflejo de las fogatas, o el reflejo del claro de luna. Ahora sé que es el reflejo del fulgor perlado de los ojos de los Hijos del Mar. Sin saberlo, ya estábamos poseídos por la fuente de nuestra riqueza.

El tiempo blanquea la foto en vez de amarillearla.

 

 
  INDICE DE LA SECCIÓN
Entrevista
Semblanza
Cuento
   SECCIONES
¿Qué hay de nuevo, Viejo?
Buscando letras en la telaraña
Galaxia Cthulhu
Alto Vuelo
La Claqueta
Cómo escriben los que escriben



 

 

 

(c) Copyright 1999-2003 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com