Fieles al Instinto
Al escuchar la palabra “sicarios”, Vaccari tomó conciencia de las pantanosas profundidades en que se venía internando: vengarse era lo justo; pero, si no mataba prolijamente, su vida sería un infierno. Aunque… ¿usar sicarios? Y sí, sabía que matar por sí mismo no le resultaría fácil. Después de todo, era un conductor de televisión. Un brillante conductor, lógico, aunque con una puntería de mierda: la tarde en que había ido a tirar con Julio Iglesias, le había errado a unas latitas de cerveza puestas a treinta centímetros. ¿Y si arrugaba a la hora de disparar? ¿Y si el negro aprovechaba ese momento de indecisión y le rompía la nuez con un golpe de karate, o pelaba una faca de medio metro y se la enterraba en el hígado, eh? Y ahí sí que el drama sería completo, la prensa chimentera se haría un picnic. ¡Y ni siquiera lo tomarían como drama! ¡Lo verían como una comedia rosa esos imbéciles!
Estaba claro: que él se encargara no era lo mejor. Pero, por otro lado, ¿convenía involucrar a terceros? Ya había demasiadas personas en el baile como para agregar a unos colombianos desconocidos, que como único aval lo tenían nada menos que al latoso de Sottile.
Vaccari apartó la vista de los ojos ansiosos del detective y miró hacia la vereda, hacia un kiosco. El viejo que atendía dormitaba de aburrimiento, y Steven El dios deseó estar en su lugar. O en el de aquel malabarista que mostraba sus estúpidas habilidades cuando el semáforo cortaba el tránsito, aunque las clavas se le fueran al piso en cada intento. O por qué no ocupar el puesto mal pago de ese colectivero sudoroso que se puteaba con un taxista. ¡Por qué no disfrutar de una vida anodina y anónima, igual que todos esos mediocres que veía pulular rumbo a sus trabajos rutinarios y a sus esposas celulíticas!
—¿Y? —dijo Sottile, trayéndolo de vuelta—. ¿Qué piensa de mi idea?