Mal hijo
A los tres años, Sergito ya pintaba lindo pateándola. Ni siquiera la orden de mi mujer de que no jugase evitó que le encantara el fútbol. ¡Hijo e’ tigre había de ser!
Casi nunca le contaba de mi amor por los colores de Chacarita. Yo seguía firme con lo de su libre elección. A veces él me veía con la camiseta puesta, y de inmediato me sonreía. Ahí yo aprovechaba para describirle alguna hazaña de mi equipo —siempre, ¡ay!, referida a tiempos remotos—. Aunque tales relatos no le significaban mucho, yo no desesperaba: quería creer que, cuando comprendiera mejor las cosas esenciales, el Tricolor se haría un lugar en su corazón.
Ya se hacía entender en su media lengua, cuando nuestros amigos y parientes le preguntaban a cada rato de qué equipo era. Y él respondía que de River, de Boca, de San Lorenzo o de cualquier cuadro que había oído a las pasadas en el jardín. Hasta una vez dijo “De Chacarita”, y ese día mis ojos se humedecieron.