El cazador y su presa
Y ahora, en este repleto y caldeado vagón de subte, cuando creía ya cerrado el tema, el destino me daba una nueva oportunidad. Pero, si bien la presencia de Valeria me atraía tanto como en aquella primera noche, me bajé en la estación de mi barrio sin intentar abordarla. Justifiqué mi cobardía diciéndome que nos separaba un gentío y que el calor del subte me hacía lucir impresentable.
Desde el andén, caminando a babuchas de la derrota, la miré por última vez a través de las ventanillas. Entre la muchedumbre, apenas distinguí una leyenda que sobresalía en su remera: “Zarpados abstenerse. Amo a los tímidos”. Esa frase, pergeñada por algún publicista condenado a vivir en la miseria, me confirmó que Valeria fue hecha para mí. Quise creer que, si alguna vez ella conocía mi interior, caería rendida ante mis frecuentes vacilaciones. Esa loca ilusión me dejó paralizado en la plataforma.
Y, cuando menos lo imaginaba…
…nos clavamos la vista, entre miles de histéricos y estresados que ignoraban la importancia del encuentro. ¡Y Valeria pareció reconocerme! Creí adivinar en su mirada que pretendía alguna palabra de mi parte. O que yo le hiciera un gesto de “te conozco”. Tal vez necesitaba confirmarlo: ¿era ese el infradotado caracol del recital, aquel que la dejó pagando? ¿Era ese el estúpido, que ahora ni siquiera se animaba a sonreír?
Pero ni navegando en el “Almirante Irízar”, yo hubiese podido romper el hielo. Con mis tripas revueltas de los nervios y una puntada en el pecho cortándome la respiración, rogué que ella tomara la iniciativa.