Vivir en la selva
Varias tarántulas más tarde, el Jeep se detuvo en la costa de un río: había finalizado la primera etapa.
—Abordar embarcación —dijo el nativo, siendo esas las primeras y únicas palabras que le escucharía.
Sin bajarme del Jeep, vi la “embarcación”: un rejunte de maderas putrefactas, unidas por sogas que se deshilachaban de sólo mirarlas. La corriente, un auténtico tsunami fluvial, hizo que lamentara no haber llevado una vida más divertida. Se me habían ocurrido diversas maneras de morir, unas más dignas que otras, pero jamás había pensado dejar este mundo devorado por un cardumen de pirañas o diluyéndome entre las tripas de un caimán.
Miré al conductor del Jeep buscando contención, y con la secreta esperanza de que me dijera “No preocupar, Doctor, en minutos venir a buscarlo barco en serio”. No fue así: con un simple movimiento de cabeza, trazó mi camino hacia la balsa.
Obedecí resignado, y apenas apoyé un pie en aquella precariedad, celebré pesar menos de sesenta kilos. Saludé al balsero, un fibroso indígena que por timón mostraba sólo una rama pelada. No me respondió.
Aún no sabía cómo acomodar mis mochilas, cuando la corriente ya nos arrastraba en medio de turbulencias. Pronto esquivábamos camalotes poblados por serpientes dispuestas a atacar en la primera oportunidad. El agua oscura nos empapaba, y yo procuraba no abrir la boca: no me interesaba tragar alguna peste. Ojalá que el encuentro con Valdez justifique tantas penurias, me dije.