Amaestrar a la bestia
Al cerrar la puerta, asumí que debía enfrentarme a ese gato, a ese engendro escapado de alguna macabra fantasía de Stephen King o Edgar Allan Poe. La otra que me quedaba era abandonar el departamento, dormir en algún hotel o en un banco de la plaza. Ahora: ¿cuántas noches podría hacer lo mismo? Y lo peor: la palabra cobarde empezaba a titilar frente a mí como un cartel de neón recién instalado.
Entonces tomé una decisión heroica: atrincherarme en la cocina para planificar la batalla. Una vez allí, revisé las alacenas, prendí un par de velas y recé algunas plegarias. Después, agarré el bate de béisbol. Lo juzgué insuficiente, y saqué del trinchante un cuchillo de hoja ancha, que empuñé en la otra mano.
Me persigné y salí de la cocina para vérmelas con el lucifer peludo. Al asomarme a la habitación, enseguida lo vi sentado sobre mi cama.
¡Horror! No me había equivocado: durante toda la noche, la bestia y yo habíamos estado respirando el mismo aire. Seguro habrá intuido que lo buscaba, y ahora había dejado su escondite para enfrentarse conmigo. Conmigo. Un mamífero insignificante contra el rey de la creación.
No debo temer, me dije, y entré a la pieza en actitud amenazadora. Y él se quedó quieto, en vigilia combatiente. Imaginé que disfrutaba con el temblor de mis manos. Y vislumbré en su gesto aterrador el ansia por destrozarme, por convertirme en su víctima.