O Félix culpa
El Cabo sacó su linterna y enfocó hacia lo profundo del baldío. El fondo, tan enmarañado, no se distinguía con claridad. ¿Y si los quejidos no tenían nada que ver con el incendio? ¿Y si era un perro rabioso? O incluso un lobizón, siendo noche de luna llena.
—Yo que usted, Sargento, no me arriesgaría.
—Tenés razón, Delgadito. Mejor andá vos.
Delgado lo miró como diciéndole “No me podés cagar así, la concha de tu madre”.
—Dale —dijo Gómez en tono paternal—, después te regalo un cartón en el bingo.
—Ok, le tomo la palabra —dijo el Cabo meneando la cabeza, y se metió en el baldío. Empuñando la linterna, trató de avanzar como pudo entre los yuyales—. ¿Quién anda ahí? —dijo con la voz más recia que pudo impostar en esas circunstancias—. Somos de la Policía, identifíquese.
Nuevos quejidos lo espantaron. Delgado se lamentó por estar tan gordo. Si de acá sale algo y me ataca, pensó, no voy a poder correr ni diez metros. Igual prefiero bancarme esto antes que una dieta.
Apuntó la temblorosa linterna hacia el lugar de donde venían los gemidos. Los pastizales no le dejaban ver nada. Encima, el foco de la bocacalle daba menos luz que un fósforo. Sea lo que fuese, la cosa estaba al resguardo de las tinieblas.
—Acá no hay nada, Sargento —dijo, esperando que su superior le ordenara “Ok, vámonos”.
—¡No seas cagón y revisá bien! —fue la respuesta del valiente de Gómez, que seguía amparado en la relativa seguridad de la vereda, sin pisar el terreno y con la mano en la pistolera de la Browning.
¿Para qué carajo entré en la Poli?, pensó el Cabo. Me hubiese dedicado a vender margaritas en el puesto de tío Roberto. O meterme con lo de los boleros, y estaría más tranquilo.