Sí, eso era lo que él esperaba y ella
también.
Sí, mientras calentaba la tetera y la secaba sobre la
llama de la estufa, ella vio esos otros dos: él, inclinado hacia
atrás, descansando entre los almohadones, y ella, acurrucada como un
caracol en el sillón azul nacarado. La imagen fue tan clara y tan
diminuta que podía haber estado pintada en la tapa de la tetera azul. Y
sin embargo no podía apurarse. Casi hubiera gritado: "Dame
tiempo". Necesitaba tiempo para calmarse. Quería tiempo para
liberarse de todas esas cosas familiares con las que convivía tan
ardientemente. Porque todas esas cosas alegres que había a su alrededor
eran parte de ella... Sus retoños... Y ellos lo sabían y elevaban
sus protestas más grandes, más vehementes. Pero ahora
debían irse. Debían ser barridos, alejados... como niños,
enviados por las sombrías escaleras, llevados a la cama y con la orden de
dormir... enseguida... ¡sin chistar!
Porque la especial cualidad excitante de su amistad
residía en la entrega más completa. Como dos ciudades abiertas en
medio de cierta vasta planicie, ambas mentes yacían abiertas la una para
la otra. Y no era como si él entrara a la de ella a caballo como un
conquistador, armado hasta los dientes y sin ver más que un alegre aleteo
de sedas, ni entraba ella a la de él como una reina caminando suavemente
sobre pétalos. No, eran viajeros ansiosos, serios, absortos en entender
lo que se brindaba a sus ojos y descubriendo lo que hubiera de oculto...
aprovechando al máximo esta extraordinaria oportunidad absoluta que
hacía posible que él fuera totalmente veraz para con ella, y que
ella fuera totalmente sincera para con él.