"¡Me has herido; me has herido! ¡Hemos
fallado!", dijo su ser secreto mientras le alcanzaba su sombrero y su
bastón, sonriendo alegremente.
No le daría ni un momento para decir otra palabra;
cruzó rápidamente el corredor y abrió la gran puerta de
entrada.
¿Podían despedirse así?
¿Cómo podrían hacerlo? El estaba en el umbral y ella dentro
sosteniendo la puerta. Ahora no llovía.
"Me has herido... herido", decía su
corazón. "¿Por qué no te vas? No, no te vayas.
Quédate. ¡No... vete!" Y miró hacia afuera, hacia la
noche.
Vio la hermosa escalinata, el oscuro jardín rodeado de
hiedras brillantes, del otro lado del camino los enormes sauces desnudos, y por
encima de sus cabezas, el cielo inmenso, resplandeciente de estrellas. Pero por
supuesto él no vería nada de esto. Estaba muy por encima.
¡El... con su maravillosa visión "espiritual"!
Tenía. razón. No veía nada. ¡Tristeza! Lo
había perdido. Ahora era demasiado tarde como para hacer nada.
¿Era demasiado tarde? Sí, lo era. Un frío golpe de odioso
viento sopló en el jardín. ¡Maldita vida! Oyó que
ella gritaba "au revoir" y la puerta se cerró de un
portazo.
Al correr de vuelta a su estudio se comportó de una
manera muy extraña. Caminó de un lado a otro levantando los brazos
y sollozando: "¡Oh! ¡Oh! ¡Qué estupidez!
¡Qué imbecilidad! ¡Qué estupidez!" Y luego se
tiró sobre el sommier sin pensar en nada... simplemente tirada
allí furiosa. Todo había terminado. ¿Qué
había terminado?... Algo. Y nunca volvería a verlo... nunca.
Después de un largo, largo rato (o quizás diez minutos) un timbre
sonó en su negra hondura con un campanilleo rápido y agudo. Era
él, claro. Y también, claro, no debía haber prestado la
menor atención, dejando que sonara y sonara. Voló a atender la
puerta.