En el umbral apareció una virgen de edad madura, una
criatura patética que sencillamente la idolatraba (Dios sabe por
qué) y tenía la costumbre de aparecer de pronto y tocar el timbre
y decir, cuando abría la puerta: "¡Querida,
échame!". Nunca lo hacía. Generalmente le pedía que
entrara y la dejaba admirar todo y aceptaba el ramo de flores de aspecto
marchito... con demasiada amabilidad. Pero hoy -Ay, lo siento tanto
-exclamó-. Pero hay alguien conmigo. Estamos trabajando unas cosas en
madera. Estoy terriblemente ocupada esta noche.
-No importa. No importa nada, querida -dijo la buena
amiga-. Sólo pasaba por aquí y pensé que podía
dejarte unas violetas. -Buscó entre las varillas de un enorme y viejo
paraguas-. Las puse por aquí. Es un buenísimo lugar para proteger
a las flores del viento. Aquí están, dijo, sacudiendo un ramito
mustio.
Por un instante no aceptó las violetas. Pero mientras
esperaba en el umbral, sosteniendo la puerta, algo extraño
ocurrió... Otra vez vio la hermosa escalinata, el oscuro jardín
cercado de hiedras brillantes, los sauces, el inmenso cielo resplandeciente.
Otra vez sintió aquel silencio que era como una pregunta. Pero esta vez
no titubeó.
Dio un paso hacia adelante. Suave, dulcemente, como si temiera
perturbar con una honda aquel infinito estanque de quietud, puso sus brazos
alrededor de su amiga.
-Querida -murmuró la amiga feliz, sobrecogida por tanta
gratitud-. No son nada, de veras.