Los antepasados más antiguos de los judíos
vivieron, probablemente, en el desierto de Arabia. Ignoramos en qué siglo
abandonaron sus antiguos hogares, para penetrar en la feraz planicie del Asia
occidental. Pero estamos al tanto, en cambio, de que deambularon durante muchas
centurias, tratando de apoderarse de un pedazo de tierra a la que pudieran
llamar propia; mas la senda que siguieron se ha perdido. También sabemos
que, en una u otra época, los judíos cruzaron el desierto del
monte Sinaí y que vivieron durante un tiempo en Egipto.
Sin embargo, desde ese instante en adelante, los textos
egipcios y asirios comienzan a arrojar cierta luz sobre los hechos que se
enumeran en el Viejo Testamento.
El resto de la historia se convirtió en un cuento
familiar: la forma en que los judíos abandonaron a Egipto y, luego de
interminables jornadas a través del desierto, se concentraron en una
poderosa tribu; cómo conquistó esta tribu una pequeña
fracción de tierra de los Altos Caminos, llamada Palestina, en la cual
fundaron una nación, y de qué manera luchó esta
nación por su independencia y sobrevivió durante varios siglos,
hasta que fue absorbida por el imperio del rey de Macedonia, Alejandro, y luego
convertida en parte de una de las provincias menores del gran Estado Romano.
Pero, cuando menciono estos sucesos históricos,
téngase presente una cosa: esta vez no estoy escribiendo un libro de
historia. No voy a contarles lo que, de acuerdo con la mejor información
histórica, ocurrió en realidad. Trataré de mostrarles
cómo ciertas gentes, llamadas judíos, creyeron que habían
sucedido ciertas cosas.
Como todos ustedes saben, existe una gran diferencia entre las
cosas que "son hechos" y las que nosotros "creemos que son
hechos". Todos los textos de historia de todo el mundo narran la historia
del pasado, según el pueblo de cada país cree que es exacta; pero,
cuando uno cruza la frontera y lee el texto de historia del vecino más
cercano, encontrará allí un relato muy diferente.