Disponemos, pues, de algunos hechos, de los cuales
trataré de proporcionar a ustedes un relato fiel.
Dos anchos ríos surcan la parte occidental del Asia.
Nacen entre las elevadas montañas del Norte y se pierden en las aguas del
golfo Pérsico.
A lo largo de las márgenes de esas dos corrientes
barrosas, la vida era muy agradable y absolutamente tranquila. Por consiguiente,
las gentes que habitaban las frías montañas del Norte o el
calcinante desierto del Sur, trataban de establecerse en los valles del Tigris y
del Eufrates. Siempre que se les brindaba la oportunidad, abandonaban sus
hogares y deambulaban hacia la fértil planicie.
Luchaban y conquistábanse unos a otros, fundando una
civilización sobre las ruinas de la que la había precedido.
Erigieron grandes ciudades como Babilonia y Nínive, y hace más de
cuarenta centurias convirtieron a esa parte del mundo en un verdadero
paraíso, cuyos habitantes eran la envidia de todos los demás
hombres.
Pero, cuando ustedes miren el mapa, verán muchos
millones de pequeños campesinos, cultivando afanosamente los campos de
otro territorio poderoso. Viven a orillas del Nilo y su país se llama
Egipto. Están separados de Babilonia y de Asiria por una angosta franja
de tierra. Necesitan muchas cosas y sólo pueden obtenerlas en los
países distantes de la feraz planicie. Muchos son los objetos que
precisan los babilónicos y los asirios, y que únicamente Egipto
fabrica. Por lo tanto, las dos naciones comercian, y la carretera de dicho
comercio corre a través de la angosta faja de tierra que ya hemos
mencionado.
A esa parte del mundo la llamamos actualmente Siria. En
épocas antiguas, se la conoció por diversos nombres. Está
formada por pequeñas montañas y amplios valles. Posee poca
vegetación y la tierra está abrasada por el sol; pero, cierto
número de lagunas y muchos arroyuelos, le imprimen un acento de hermosura
a la sombría uniformidad de las colinas rocosas.