Oía el rumoreo de otros peces que iban y venían
ante su agujero; tal vez fuesen gobios como él, pero ninguno se
interesaba por el viejo. Ni a uno solo se le ocurría pensar: "Voy a
preguntarle al gobio sabio cómo se las ha arreglado para vivir más
de cien años, sin que el lucio se lo tragara, ni el cangrejo lo partiera
con sus tenazas, ni los pescadores lo atraparan con sus anzuelos." Todos
pasaban de largo, ¡y quizás no supieran que en aquella madriguera
acababa sus días el gobio sabio!
Y lo más doloroso de todo: no oír siquiera que
alguien le llamase sabio. Decían simplemente: "¿Habéis
oído hablar de ese mentecato, que ni come ni bebe, ni visita a nadie ni
se relaciona con ninguno de nosotros y no hace otra cosa que guardar su vida
asquerosa?" Y muchos le llamaban sencillamente tonto y vergüenza del
río, y se asombraban de que tales seres pudieran vivir en el agua.
En tanto desplegaba de esta suerte su talento, se iba quedando
adormecido. Mejor dicho, no se adormecía, sino que perdía el
conocimiento. En sus oídos resonaban los primeros estertores de la
muerte, por todo su cuerpo se extendía una grata laxitud. Y volvió
a tener el bello sueño de antes: le habían tocado doscientos mil
rublos a la lotería, había crecido cerca de medio metro, y ahora,
él mismo se comía a los lucios.
Mientras soñaba aquello, sacó la cabeza fuera de
la madriguera, despacito, poquito a poquito...
Y de pronto, desapareció. ¿Qué le
había ocurrido? ¿Se lo había tragado algún lucio?
¿Lo había partido con sus tenazas algún cangrejo? ¿O
había muerto de muerte natural y salido a la superficie del agua? Nadie
lo vio. Pero lo más probable es que se muriera él solo, porque,
¿qué placer podía proporcionarle a un lucio el comerse un
gobio enfermo, moribundo, y sabio por añadidura?