Hasta los lucios acabaron por elogiarle: "Si todos
vivieran así -decían- ¡qué tranquilo estaría
el río!" Claro que lo hacían con toda intención,
pensando que el gobio, envanecido por el elogio se presentaría:
"¡Aquí estoy yo!", ¡y se lo zamparían! Pero
él no cayó en la tentación, y una vez más, merced a
su sabiduría, salió victorioso de la celada que el enemigo le
tendía.
¿Cuántos años pasaron después de
aquel siglo? Nadie lo sabe. Unicamente se tiene noticia de que el gobio sabio se
disponía a morir. En su madriguera yacía y se decía:
"Gracias a Dios, muero de muerte natural, como murieron mi padre y mi
madre". Y recordó las palabras de los lucios: "Si todos
vivieran como el gobio sabio..." Bueno, ¿y si fuera así,
qué pasaría?
Empezó a desplegar aquel talento que no le cabía
en la cabeza, cuando, de pronto, le pareció que alguien le decía:
"Si todos hubieran hecho lo mismo que tú, ¡hace tiempo que la
especie de los gobios habría desaparecido!"
Pues para la prolongación de la especie de los gobios se
requería, el primer lugar, la familia, y él no la tenía.
Pero aquello no era bastante: para que la familia se fortaleciese y floreciese,
para que sus miembros fueran sanos, fuertes y animosos, se precisaba que en su
elemento natal se criaran y no en la madriguera donde se quedaban ciegos de la
eterna obscuridad. Era necesario que los gobios recibiesen suficiente alimento,
que no se apartaran de la sociedad, que se relacionasen unos con otros, que a
hacer bien aprendieran y otras excelentes cualidades adquirieran. Pues tan
sólo una vida semejante podía mejorar la especie de los gobios e
impedir que degenerasen y se convirtiesen en raquíticos eperlanillos.