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También le contaba el viejo que, cierta vez, por casualidad, al caldero de la ujá no fue a parar. En aquel tiempo, se dedicaba a la pesca del gobio una comunidad entera de pescadores; a todo lo ancho del río, se extendía el copo, y en el fondo, en un par de verstás a la redonda, no había más que hilos y alambres. ¡La de peces que cayeron! ¡Un espanto! Lucios, percas, carpillas, lochas, morralla, ¡hasta las gandulillas bremas fueron sacadas del cieno del fondo! En cuanto a los gobios, se perdió la cuenta de los que perecieron. Y los miedos que pasó el viejo gobio mientras lo arrastraban por el río, ni en un cuento se pueden referir ni la pluma es capaz de describir. Notaba que se lo llevaban, pero no sabía a dónde. De pronto, vio que a su derecha había un lucio y a su izquierda una perca, y se dijo: "Ahora, el uno o la otra me comerán", mas no le tocaban... "En aquellos momentos, querido, ¡nadie estaba para comidas! Todos pensaban solamente: "¡Ha llegado la muerte!", sin que nadie comprendiera de dónde y por qué venía. Por último, empezaron a cerrar el copo; lo sacaron a la orilla y comenzaron a tirar el pescado sobre la hierba. Y entonces se enteró de lo que era la ujá. Sobre la arena temblante algo rojo, unas nubes grises se elevaban de allí; hacía un calor tan sofocante, que al momento quedó extenuado. Ya se asfixiaba uno sin agua y, por si era poco, añadían aquello... Oyó que decían: "la hoguera". Y sobre la hoguera había puesta una cosa negra, dentro de Ia cual el agua se agitaba, ruidosa, alborotada, como en un lago un día de borrasca. Aquello era el caldero, según afirmaban. Por último, dijeron: "¡Echadlos al caldero sin tardar, haremos una ujá!" Y empezaron a echar allí dentro a los nuestros. Un pescador tiraba un pescado grandote; al principio, éste se sumergía; luego, saltaba como loco, se hundía de nuevo y quedaba quieto, alelado: la ujá lo había tragado. Le echaban más y más pescados; primeramente, ni los elegían, siquiera, pero luego un vejete reparó en el gobio y dijo: "¿Qué substancia puede darle a la ujá un pequeñajo semejante? ¡Dejadlo que crezca en el río!" Lo cogió por las agallas, lo metió en el agua y le dejó escapar. El gobio, que no era tonto, le dio a las aletas con toda su alma, ¡y a casa! Cuando llegó a todo correr, la gobia, su mujer, le miraba desde la madriguera, más muerta que viva...

 
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El gobio sabio de  Saltikov Schedrin   El gobio sabio
de Saltikov Schedrin

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