Se equivocan quienes suponen que únicamente pueden
considerarse dignos ciudadanos los gobios que, enloquecidos de espanto,
permanecen metidos en sus madrigueras, siempre temblando. No, ésos no son
ciudadanos, sino, como mínimo, gobios inútiles. No le dan a nadie
ni frío ni calor, ni lustre ni deshonor, ni gloria ni oprobio..., viven,
comen y ocupan un sitio en el mundo inútilmente.
Todo aquello aparecía ante él con tan clara
nitidez, que de pronto le acometió un vehemente deseo: ¡Salir de la
madriguera y pasearse altanero por todo el río! Pero al momento,
volvió a sentir miedo. Y comenzó a morir entre temblores.
Temblando había vivido y temblando moría.
En un instante, toda su vida desfiló ante sus ojos.
¿Qué alegrías había tenido? ¿A quién
había dado consuelo? ¿A quién, un buen consejo? ¿A
quién, una palabra cariñosa? ¿A quién, cobijo,
amparo, aliento? ¿Quién había oído hablar de
él? ¿Quién recordaba que él existía?
Y a todas aquellas preguntas, hubo de contestar: a nadie,
nadie...
Había vivido y temblado, y nada más. Incluso
ahora, cuando estaba a las puertas de la muerte, continuaba temblando, sin saber
él mismo por qué. Su madriguera era obscura, angosta, no
había sitio ni para removerse, no entraba en ella ni un rayito de sol, no
se sentía allí calor.