En cuanto dispongo de 2 minutos
libres, inicio los tramites del divorcio, presento las fotos como pruebas
irrefutables, me entregan sin dudar la custodia de mis hijos. En todo este
tiempo no los hemos vuelto a ver. Para nosotros están muertos,
olvidados.
¿Olvidados?
Como siempre, es solo una forma de decir, ya que la soledad, el dolor que esta
tragedia griega nos dejo, nos castiga día a día. Desearía poseer el don de la
palabra para poder expresar todo este cúmulo de sentimientos y explicar de una
forma comprensible, lo que sucede con un ser humano en esta situación. Durante
un par de meses, que tal vez fue un año, los días se volvieron monótonos, tan
solo una sucesión de horas, levantarse a la mañana se vuelve un sin sentido, esa
languidez de la tristeza provoca una agonía que nos va matando segundo a
segundo, las obligaciones mundanas como el trabajo carecen de sentido y solo nos
limitamos a lo indispensable, concientes de que el pozo depresivo nos va
atrapando cada vez más, no crean que no sabemos lo que esta pasando, nuestra
mente gritará todo el día y toda la noche que debemos olvidar, volver a la vida,
pero es tan placentero este dolor permanente, como una droga que va embotando
nuestro espíritu con un halo de neblina matinal, lloramos y desesperamos,
gritamos con todo el aire de nuestros pulmones, golpeamos paredes y por sobre
todas las cosas, preguntamos ¿Por qué?
Buscamos
respuestas que nos están vedadas, razones que escapan a nuestra comprensión,
divagamos; nos extraviamos y soñamos con volver el tiempo atrás, sentimos dolor
y este nos obliga a pensar en perdonar, en olvidar; tejemos historias
fantasiosas de cómo sería intentar nuevamente. ¿Olvidar? ¡Cómo! Si a cada rato
miramos la puerta esperando ver allí a esa persona que era parte de nuestras
vidas, y cuando llegamos a la habitación, esta nos devuelve la frialdad de la
soledad, el invierno se hace más frío, el silencio de la palabras es
ensordecedor y más de una ocasión nos encontrará intentando compartir una
anécdota o un comentario con fantasmas.