De pronto, Pipo tuvo la clara sensación
de que la joven griega podía ser un fuego fatuo. No es que no fuera real; eso
no, la veía delante suyo bajo el cielo azul de las islas, más real que cualquier
otra criatura, más real que esas nubes de vendedores de dólares que invadían la
calzada y rodeaban los automóviles zumbando como abejas, más real que la voz
monótona de su mujer, más real que los bocinazos que cruzaban en todas las
direcciones, más real que esos ómnibus derrengados que arrojaban humo como
barcos en altamar. Pero tuvo la impresión nítida de que en cualquier momento la
camioneta tomaría una calle de la derecha o de la izquierda -¿qué más da?- y
dejaría de ver a la joven griega para siempre. Había aparecido de pronto en su
vida, sin proponérselo y sin apenas advertir la sucesión de hechos que lo
llevaron a encontrarla. Pero de la misma manera, sin tener consciencia de las
causas y concausas, la joven desaparecería de pronto y probablemente nunca más
volvería a toparse con ella.
"Ah, es efímera la vida", se dijo Pipo. No porque sea muy corta,
no porque todos tengamos que morirnos ni por ninguna de esas tantas
trivialidades que se oyen a cada rato. No, es mucho más terrible que eso. Es
efímera porque cada instante es una confluencia única e irrepetible de hechos
que desaparecen de inmediato, cada instante es una muerte irreparable. Desde
lugares y tiempos inmensamente lejanos, dos vidas se acercan convergentemente,
se cruzan en un determinado momento y luego el mismo impulso que las juntó las
obliga a seguir su propia dirección, esta vez separándolas sin remedio para no
encontrarse nunca más.
La joven griega decidió refrescar su cimbreante cuerpo en el azul
del mar.
Primero tanteó el agua con los pies, tímidamente, dejando que la
espuma le besara los tobillos. Luego, con un movimiento grácil, se desenfundó
del vestido que cubría sus hermosas formas, mostrando al viento su cuerpo
desnudo. Corrió libre, se convirtió en una blanca gaviota y se sumergió dentro
de las olas.
Es entonces que la camioneta tomó una calle hacia la izquierda,
llevándose para siempre a la joven griega, con sus costales de papas y su
escolta de rufianes. Pipo nunca más la volvería a ver.