Aquí estamos frente a una distinción necesaria para evitar
malentendidos. La experiencia tiene ganado un linaje distinguido en la teoría
política. En lenguaje cotidiano se entiende que hay experiencia cuando la
enseñanza o las lecciones acerca de la vida se adquieren con el uso y la
práctica. De tal modo que podemos concebir la experiencia como una gran hacedora
de valores y costumbres que se transmiten de generación en generación. Llevado
hasta sus últimas consecuencias este criterio ha servido para montar teorías
conservadoras en torno a la política y al poder.
Edmund Burke, que entre muchos textos importantes escribió unas
trascendentes reflexiones críticas acerca de la Revolución Francesa, es el
personaje que habitualmente se trae a colación para ilustrar esta perspectiva.
Para Burke la ciencia política era una ciencia empírica, análoga a la medicina y
a la fisiología, que no podía -ni debía- enseñarse a priori. Por
consiguiente, la experiencia formaba un depósito de creencias heredadas y
prescripciones, que se iba forjando con el paso de los siglos. Si no se
respetaban estos diques de contención de la inventiva humana, los cambios podían
jugar una mala pasada a los legisladores que los promovían.
Esta representación de lo político no describe con entera
justeza lo que aquí entendemos por experiencia. Porque más que una acumulación
de prejuicios y creencias, estructurada como un conjunto exterior a cada uno de
nosotros, capaz de modelar y condicionar las acciones individuales, la
experiencia haría las veces de una pedagogía práctica, anclada en nuestra
personalidad que, junto con otros atributos, alimenta la memoria y con ello da
consistencia a los recuerdos del pasado. A vuelo de pájaro se podría aducir,
entonces, que la memoria actuaría en nuestra conciencia al modo de un agente
capaz de retener las cosas que ocurrieron; pero acaso sea un agente como los que
imaginó Joseph Conrad: ambiguo, oscuro e impredecible. En la memoria no sólo se
actualiza el lado consciente de nuestro pasado; también en ella se agitan
recuerdos reprimidos y aquello que queremos y no podemos olvidar. No hay en esto
originalidad alguna (los hallazgos del psicoanálisis y de la psicología profunda
son mucho más precisos al respecto), pero al menos sirve para subrayar que la
memoria es un pórtico que permite el acceso al conocimiento de la historia y de
la política y, al mismo tiempo, un obstáculo que se interpone en dicha
operación.