Las guerras y los conflictos, junto con sus justificaciones
ideológicas, alimentaban juicios encontrados. Estas representaciones de la
realidad destacaban lo que interesaba, ocultaban lo que no convenía mostrar y
proyectaban hacia el porvenir sueños y frustraciones. El stalinismo estaba
rodeado por una corte de justificadores. Tampoco faltaban apologistas en el
bando opuesto: en 1937, en las páginas de la revista Criterio, monseñor
Gustavo Franceschi manifestaba su convicción de que el movimiento nacional en
España no era un ultraje "del despotismo contra toda libertad, o del sable
contra la dignidad humana". Se equivocaba: las represiones prosiguieron
implacables, con su secuela de cárcel y fusilamientos, durante y luego de
concluida la Guerra Civil Española.
El distanciamiento del historiador no sólo significa depurar de
pasiones el análisis y apartarse para someter a la crítica los dichos propios y
ajenos; también ese tramo es una cantera inmensa de datos ignorados y
revelaciones sorprendentes: ¿qué decir frente a las pruebas recientes, hechas
públicas después de seis décadas, que muestran cómo en la Suecia de 1937 ya
estaba en ejecución una ley votada dos años antes, durante un gobierno
socialdemócrata, que mandaba esterilizar mujeres para proteger la pureza de la
raza nórdica? (se calcula que setenta mil seres humanos sufrieron los efectos de
esa política, la cual, por cierto, también se difundió en otras democracias
europeas).
Cuando se conocen estas bifurcaciones inesperadas de los cursos
establecidos, los cimientos de las creencias tiemblan. Ocurren cosas, en efecto,
que algunos creyentes de variada especie ideológica jamás hubiesen previsto.
Acaso sea imposible pensar la historia como un relato que contiene dosis
variables de cambios y continuidades sin esos súbitos desvíos del rumbo
esperado. En la historia de las ideas, en la historia de los acontecimientos y
en la historia más secreta, poco perceptible a primera vista, existen siempre
esos lazos entre la continuidad y el cambio. Son dos dimensiones de la vida
condenadas a compartir un mismo campo de experiencias. Por tanto, ese lazo es
indisoluble. Si la historia fuese mera continuidad estaríamos regidos por el
mandato de los muertos; si la historia fuera un puro cambio viviríamos en medio
de la destrucción perpetua del pasado. Muchas veces, sin embargo, el mandato de
los muertos está sepultado por la acción de los poderosos de turno y, en otras
circunstancias, la anulación del pasado no es más que una excusa para fabricar
un presente tan frágil como ilusorio.