A tono con la época, la historia de ese pasado pone en escena,
hacia 1940, un prejuicio discriminatorio ampliamente difundido. Sin quererlo, un
judío desencadena una serie de catástrofes. La chispa se enciende en el corredor
de Danzig (invención territorial del inglés Lloyd George para rediseñar la
geografía europea luego de la Primera Guerra Mundial) debido a una dentadura
postiza mal colocada. Mientras come una naranja, una incómoda semilla se desliza
entre sus dientes y encías. Las muecas para desembarazarse de tal molestia no se
hacen esperar. Un joven nazi interpreta esas contorsiones faciales como una
burla inaceptable para la dignidad del uniforme alemán: levanta la voz, hay
insultos y lo asesina a tiros. El pueblo se divide, los gobiernos hacen de ello
una cuestión de prestigio, movilizan tropas y declaran la guerra. Las potencias
europeas se pliegan de inmediato a cada uno de los bandos en línea con las
alianzas establecidas. La guerra es aquí más corta: dura diez años, acompañada
también de pestes y ham-brunas.
Al profeta del aniquilamiento sucede el profeta de la
reconstrucción, el trabajo de la mente que a Wells más fascinaba. Si el mundo
después de la guerra era una tabula rasa, el arquitecto del porvenir
tendría sin duda menos dificultades que superar. La catástrofe provoca, en
efecto, que un puñado de hombres esclarecidos establezcan el Movimiento del
Estado Moderno (Modern State Movement). Luego de superar diversas
peripecias, ellos serán los padres fundadores del gobierno mundial. El camino
para llegar a ese grandioso objetivo no es otro que el de la dictadura. Hay pues
tres momentos en esta aventura planetaria: el descalabro económico y la guerra;
la dictadura, mal necesario; y, por fin, la felicidad compartida por el género
humano que nacerá de ese inevitable tránsito.
La irrupción del mal y el derrumbe generalizado de la vida
humana resultaban de la combinación de los nacionalismos que entonces pululaban
por el mapa europeo con el capitalismo. Estas fuerzas históricas se ocultaban
tras "la farsa del régimen democrático". Basada en el "deplorable concepto" de
oposición, la democracia era una "ficción política" porque, según ella, "cada
súbdito del estado contemporáneo era igualmente capaz de tomar cualquier
decisión colectiva que hubiera de hacerse". Para Wells, el error de la
democracia estriba en preguntar a la gente lo que quiere cuando, a la inversa,
es necesario "primero pensar lo que deberían querer si la sociedad ha de ser
salvada. Luego hay que decirles lo que quieren y asegurarse de que lo obtengan".
En esa tramoya, los políticos indigestados por la elocuencia parlamentaria
destruían el liderazgo auténtico. Eran meros "resultantes", incapaces de crear
fuerzas o de enfrentar emergencias; no hacían nada y simplemente maniobraban
para obtener posiciones, prestigio y "las recompensas más agradables del
poder".