Las huellas de la continuidad pueden trazar, entonces, algún
mapa de ruta, pero la meta que en ciertos casos estas tendencias alcanzan
sobrepasan la capacidad de la imaginación humana. El 12 de abril de 1937, el
diario La Nación consignaba que en Polonia grupos antisemitas habían
saqueado negocios pertenecientes a comerciantes judíos. A un hipotético
historiador de 1937, estudioso del pasado de esa cultura católica impregnada de
antisemitismo, la noticia no tendría por qué haberle causado mayor sorpresa. En
un contexto favorable a ese afán destructivo, donde el racismo cosechaba sus
frutos por doquier y penetraba en los gobiernos de Hungría, Austria y Rumania,
los saqueos de ese año confirmaban lo que venía sucediendo de antaño. No
obstante, el relato de lo peor estaba por llegar, pues luego se comprobó que
esas tendencias crecen cualitativamente cuando la política, escudada tras un
fulminante éxito militar, es concebida como una maquinaria eficiente de
aniquilamiento racial. En 1940, exactamente durante el mes de abril, Heinrich
Himmler, el jefe de las S.S. en la Alemania nazi, ordenó la construcción del
campo de exterminio de Auschwitz en Polonia. Esa fábrica de la muerte pronto
tuvo dos réplicas, establecidas en 1941 y 1942 e identificadas para el uso
burocrático con números romanos, que funcionaron hasta 1945. No se sabe aún
hasta qué punto llegó la matanza. Hay fuentes que hablan de 1.000.000, de
2.500.000 y hasta de 4.000.000 de sacrificados.
Entre la memoria y la
historia
Estas cosas ocurrieron durante apenas ocho años: nudo de
tendencias antiguas e invención sobre esos sedimentos de nuevos monstruos. Hay
pues un tiempo del horror que no se despliega en el vacío. Esto puede ser más
lacerante si el punto de vista del espectador respecto de su objeto está situado
en un lugar temporalmente cercano, poblado de recuerdos y experiencias. El siglo
XIX ya es para nosotros un objeto distante; el siglo XX, no. Corresponde a la
historia política reconstruir los escenarios del pasado, poner sobre el tapete
los motivos e intenciones de los actores y, como aconsejaba Popper, penetrar en
la medida de lo posible en la lógica de una situación. La distancia es, en este
sentido, un instrumento imprescindible que nos libera de las interferencias
derivadas de la experiencia inmediata y de la memoria. Si el XIX nos ofrece la
posibilidad de reconstruir lo que aconteció, el siglo XX, en especial durante
los últimos cincuenta años, nos invita a entablar un debate crítico entre, por
una parte, experiencias y memorias y, por la otra, la reconstrucción del pasado
que se apoya en el aparato conceptual del historiador.