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En comparación con Europa, el mundo latinoamericano era una
periferia benigna. En ese mes de abril de 1937, el gobierno del Frente Popular
en Francia, presidido desde hacía once meses por el líder socialista Léon Blum,
ya aplicaba la semana de 40 horas al paso que crecía el descontento social (Blum
renunciaría dos meses más tarde). La guerra civil tronaba en toda España; el
fascismo estaba consolidado en Italia y un intelectual comunista prisionero del
régimen, Antonio Gramsci, moría en Roma; la industria de armamentos crecía
vertiginosamente en la Alemania nazi mientras Mussolini y Hitler negociaban para
constituir el eje Roma-Berlín (pasos previos que culminarían en septiembre con
la primera visita del Duce a los dominios del nuevo Führer). En la Alemania
nazi, el mes de abril de 1937 fue la fecha límite que había estipulado la ley de
poderes especiales concedidos a Hitler en marzo de 1933 por el Reichstag. Error
fatal de quienes apoyaron esa legislación: en cuatro años el Estado racista
estaba montado (las primeras leyes antijudías fueron dictadas en 1935). En la
Unión Soviética, Stalin asesinaba en Siberia a millones de individuos. En
España, los bombardeos masivos probaban su poder destructivo y los aviones
alemanes arrasaban Guernica, un pueblo de 7.000 habitantes a treinta kilómetros
de Bilbao, lugar simbólico de los fueros vascos.
A la distancia, aquellos días de 1937 se agrupan en una especie
de ensayo general de la hecatombe que comenzará dos años más tarde (el estallido
de la guerra entre China y Japón en el mes de julio anunciará ese desenlace).
Sobre la base de lo que ocurrió después, la narración de la historia tiene de
este modo un punto de partida y una dirección. Así, los preparativos de Hitler
servirían luego para perpetrar un genocidio escalofriante, que alcanzaría a todo
el mundo europeo, en nombre de una raza elegida. Pero ésa no fue la perspectiva
que orientó los juicios y comentarios vertidos en aquel momento. Muchos actores
estaban seguros de que la guerra mundial podía ser evitada. En enero de 1937,
Anthony Eden, a la sazón Foreign Secretary del primer ministro
conservador Stanley Baldwin, declaraba en Londres que no había peligro de una
guerra general si las potencias europeas fijaban una política de no intervención
en España y aislaban el territorio para impedir que el conflicto se expandiera
fronteras afuera. Cuatro meses después, el 28 de mayo, Neville Chamberlain, un
convencido de que la paz podía preservarse negociando con Hitler, sucedió a
Baldwin (lo que llevó, al año siguiente, a la renuncia de Eden, persuadido esta
vez de que esa política de apaciguamiento estaba condenada al fracaso). En la
revista Hechos e ideas (número de marzo de 1937), Victor Serge calculaba
que las víctimas de la represión en la Unión Soviética se podían contar en
"centenares de millares". En las décadas siguientes, conocidos esos hechos con
más precisión, los números seguirían aumentando y superarían holgadamente esas
estimaciones para confirmar el desaliento del revolucionario belga enfrentado a
las iras de Stalin y a la ceguera de tantos colegas suyos que no querían aceptar
la verdad de aquellas primeras cuentas mortíferas.
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El siglo de la libertad y el miedo
de Natalio R. Botana
ediciones Editorial Sudamericana
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