H. G. Wells inventa el
futuro
Las profecías eran pues abundantes, pero desde luego ya no se
procuraba ejercer el don sobrenatural, propio de una persona que por inspiración
divina anuncia el porvenir, sino abarcar el mayor número de señales en el mundo
presente para predecir acontecimientos futuros. Heredero de una visión
escatológica, el oficio del profeta volvía sobre sus pasos, abandonaba la
historia sagrada, y se instalaba en la historia profana. El asunto no era nuevo
(ya lo veremos con más detalle en el próximo capítulo) porque venía precedido
por el profetismo científico y literario del siglo XIX. Esta combinación de
géneros, a primera vista disparatada, tuvo cultores notables. Si, como bien se
ha dicho, las novelas históricas de Walter Scott transmitían el instinto de
adivinar el pasado, las narraciones de Julio Verne estuvieron envueltas por el
carisma de la anticipación del futuro. Dos adivinanzas no del todo
contradictorias, aunque en el segundo caso el acierto provenía de un ensamble,
en ocasiones delicioso, entre el poder de una ciencia capaz de destruir las
fronteras del viejo conocimiento con el poder sin límites de la imaginación
literaria.
El estilo que nacía de esa conjunción de fuerzas era
fascinante. Además reunía los atributos necesarios para forjar una tradición
que, por cierto, recaló en el siglo XX. Nadie representó mejor esta manera de
imaginar el mundo que Herbert George Wells. En realidad, este escritor fue un
testigo excepcional del pasaje entre dos épocas. Su biografía ilustra
acabadamente esta travesía y revela, paso a paso, los cambios que tuvieron lugar
durante la primera mitad de este siglo en el plano de las ideologías políticas:
un intelectual victoriano a quien las vueltas de la historia convirtieron en
profeta de utopías totalitarias.
Wells nació de un matrimonio pobre en 1866, en el condado de
Kent, al sur de Inglaterra, y murió famoso en 1946 a punto de cumplir ochenta
años dejando tras de sí una obra vastísima. Era insaciable, como hombre y como
escritor. Publicó relatos de ficción -algunos maravillosos-, historias de la
humanidad y ensayos científicos sin dar tregua al lector. Raro era el año en que
no apareciesen por lo menos dos textos debidos a su asombrosa facundia. Sus
contemporáneos veían en él un ser tan genial como insoportable. George Bernard
Shaw, su compañero en el socialismo fabiano, decía que Wells expresaba una
"visión tan vasta y tan segura de sí misma, que la menor contradicción le
produce un furor ciego de elocuencia y vituperación". Según John Maynard Keynes
era un viejo maestro, "los institutores (se refiere también a Shaw) de la
mayoría de nosotros a lo largo de todas nuestras vidas". Obviamente, Gilbert
Keith Chesterton fue más severo: en los tiempos que corrían Wells formaba parte,
junto con Kipling y Shaw, de un conjunto de nuevos "herejes", lo cual no
empañaba para nada el encanto que en aquel jocundo escritor enamorado del dogma
católico generaba "su vigor y su prontitud" para compartir una broma.