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Entre los puntos extremos de la memoria anclada en el
particularismo y la historia construida en torno a lo que Tocqueville llamaba
"grandes causas generales" se sitúan también el siglo XX y aquel año de 1937. La
apelación a las "causas generales" tenía un doble propósito, pues éstas se
usaban para interpretar el mundo y simultáneamente para difundir creencias al
servicio de la voluntad facciosa. Se montó de ese modo una trama que, tras los
grandes discursos en torno al destino de la humanidad y la movilización de
millones de personas, ocultaba las peripecias de un pequeño número de actores.
En 1937 habían prácticamente culminado las luchas en el seno del Comité Central
del Partido Comunista en la Unión Soviética y la violencia se esparcía hacia
fuera de aquel recinto hasta alcanzar a grandes sectores de la población. En
1937 ya no quedaban rivales internos frente a la voluntad omnímoda de Hitler, y
la maquinaria guerrera comenzaba a encuadrar una masa humana que sólo mostraba
el rostro anónimo del soldado. En agosto de 1937, tras el accidente que costara
la vida al general Mola, jefe de los ejércitos nacionales del norte de España,
todas las facciones que habían hecho posible el levantamiento de 1937 se
unificaron bajo la jefatura indiscutida de Franco.
Es difícil penetrar en este mundo donde la historia es al mismo
tiempo objeto de estudio y justificación de la política. La historia, se afirma
con soltura en estos días, es un oficio que opera sobre diversas fuentes sujetas
a crítica y análisis (la memoria es una de ellas) para recuperar los hechos tal
cual sucedieron y abarcar, mediante su relato, una porción o la parte más amplia
de la estructura y valores de una sociedad. Quizá, hace sesenta años, el
historiador holandés Johan Huizinga hubiese compartido esta definición en
escorzo, aunque -es sabido- la cultura, y no específicamente la política, era el
aspecto sobresaliente de sus investigaciones. Pero el lugar que exploraba
Huizinga -si evocamos su libro más famoso, publicado en la década del veinte-
estaba ubicado en El otoño de la Edad Media, en el seductor espejo donde
se reflejaba la transición entre esa época y el Renacimiento. Tan fuerte
resultaba ser en este magistral estudioso del pasado la valoración de la
perspectiva histórica que, en una conferencia sobre el nacionalismo y el
patriotismo dictada en la Universidad de Leiden en febrero de 1940, justo a
punto de descargarse sobre su país un cataclismo de sangre y acero, Huizinga
resolvió estirar su racconto sólo hasta el siglo XIX, dejando en suspenso
el análisis de la locura nacionalista de aquel presente. No parece que esta
decisión haya escondido el gesto asténico de alguien sin temple moral que
callaba y rehusaba el compromiso con los males de su tiempo (Huizinga murió en
1945, confinado y hambriento, luego de soportar tres años de campo de
concentración). Más bien, se puede ver en ella un temple de otro tipo que
atiende a ciertos recaudos para liberar al pasado de las pasiones del presente.
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El siglo de la libertad y el miedo
de Natalio R. Botana
ediciones Editorial Sudamericana
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