En el comedor, donde estaba el reloj que tanto gustaba a Ivan
Ilich, quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, Pyotr Ivanovich
encontró a un sacerdoto y a unos cuantos conocidos que habían venido para
asistir al oficio, y vio también a la hija joven y guapa de Ivan Ilich, a quien
ya conocía. Estaba de luto riguroso, y su cuerpo delgado parecía aún más delgado
que nunca. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi iracunda.
Saludó a Pyotr Ivanovich como sí él tuviera la culpa de algo. Detrás de ella,
con la misma expresión agraviada, estaba un juez de instrucción conocido de
Pyotr Ivanovich, un joven rico que, según se decía, era el prometido de la
muchacha. Pyotr Ivanovich se inclinó melancólicamente ante ellos y estaba a
punto de pasar a la cámara mortuoria cuando de debajo de la escalera surgió la
figura del hijo de Ivan Ilich, estudiante de instituto, que se parecía
increiblemente a su padre. Era un pequeño Ivan Ilich, igual al que Pyotr
Ivanovich recordaba cuando ambos estudiaban Derecho. Tenía los ojos llorosos,
con una expresión como la que tienen los muchachos viciosos de trece o catorce
años. Al ver a Pyotr Ivanovich, el muchacho arrugó el ceño con empacho y
hosquedad. Pyotr Ivanovich le saludó con una inclinación de cabeza y entró en la
cámara mortuoria. Había empezado el oficio de difuntos: velas, gemidos,
incienso, lágrimas, sollozos. Pyotr Ivanovich estaba de pie, mirándose
sombríamente los zapatos, No miró al muerto una sola vez, ni se rindió a las
influencias depresivas, y fue de los primeros en salir de allí. No había nadie
en la antesala. Gerasim salió de un brinco de la habitación del muerto, revolvió
con sus manos vigorosas entre los amontonados abrigos de pieles, encontró el de
Pyotr Ivanovich y le ayudó a ponérselo.
-¿Qué hay, amigo Gerasim? -preguntó Pyotr Ivanovich por decir
algo-. ¡Qué lástima! ¿Verdad?
-Es la voluntad de Dios. Por ahí pasaremos todos -contestó
Gerasim mostrando sus dientes blancos, iguales, dientes de campesino, y como
hombre ocupado en un trabajo urgente abrió de prisa la puerta, llamó al cochero,
ayudó a Pyotr Ivanovich a subir al trineo y volvió de un salto a la entrada de
la casa, como pensando en algo que aún tenía que hacer.
A Pyotr Ivanovich le resultó especialmente agradable respirar
aire fresco después del olor del incienso, el cadáver y el ácido carbólíco.
-¿A dónde, señor? -preguntó el cochero.
-No es tarde todavía... Me pasaré por casa de Fyodor
Vasilyevich.
Y Pyotr Ivanovich fue allá y, en efecto, los halló a punto
de terminar la primera mano; y así, pues, no hubo inconveniente en que
entrase en la partida.